La joven descarada
Estaba alegre, la joven. Yo estaba sentado en un banco del
parque que tengo enfrente de casa, leyendo el periódico y con mi perrita Pizca
sobre mis piernas (Pizca es pequeña y mimosa), cuando una joven, quizás de unos
veinte años, se sentó a mi lado, sonriendo. La miré, no era para menos: joven,
bella, alegre. Pero no dije nada. “Hola”, me dice. “Hola”, le digo. “Eres muy
atractivo”. “¡Vaya! Gracias”, respondí aturdido. “Es verdad… y te lo debo
decir, ¿no?”. “Pues… no sé, bueno, sí, gracias. Tú también eres muy atractiva.
Y muy joven”. “Sí, soy guapa, ¿no? Y joven, veintiún años”. “¡Quién pudiera!”.
“¿Te gustaría tener ahora veintiún años?”.”Sí, claro”. “¿Y qué harías?”. “Pues
no lo sé, disfrutar de la juventud, supongo”. “¿Ligarías conmigo?”. “¡Seguro!”.
“¿Y ahora?”. “Bueno, verás, yo... eres muy joven”. “Sí, veintiún años”. “Sí, y
yo soy viejo para ti”. “Me gustan los hombres maduros”. “Bien…”. “Y tú me
gustas. Te he venido observando estos días. Te he visto aquí con un hombre
mayor, con una mujer muy guapa, mayor también, con un hombre con un sombrero…
Hablabas con ellos y parecías pasarlo bien”. “Sí, así es. Me gusta hablar con
la gente”. “Y a mí. Por eso me he acercado”. “Un detalle, que te agradezco”.
“Pero no lo he hecho sólo por hablar”. ‘¡Ah!, ¿no?”. “No. Es que me gustas, ya
te lo dije”. “Eres muy amable”. “No, soy egoísta. Mira, si tú me gustas, y nos
conocemos, sería absurdo que no te lo dijera, ¿no?”. “Pues no sé”. “Sí, lo
sería. Tú me gustas, me encanta verte de cerca, me encanta hablar contigo… y me
encantarían otras cosas”. “¿Otras cosas? Cómo cuáles”. “¿Necesitas que te las
diga? ¿No tienes imaginación?”. “Sí, supongo, claro, pero quizás soy muy mayor
para eso”. “¿Para qué?”. “Para eso que piensas”. “¿Y qué pienso?”. “No sé,
dímelo tú”. “¿Sabes? Te imagino acariciando mi espalda y un cosquilleo
delicioso recorre mi cuerpo. Mira, se me pone el bello de punta”. “Pero ¿no te
parece arriesgado? No me conoces”. “Sí, ya te conozco, eres buena persona,
seguro, y me gustaría que me acariciaras la espalda. ¿Me das unos masajes en el
cuello?”. “¿Aquí?”. “Sí, no es nada malo, ¿no?”. “No, no, por supuesto”.
“Espera que me bajo un poco la camiseta. Ya. Empieza suave”. “Sí”. “Me estás poniendo”.
“Oye, preciosa, mejor lo dejamos, ¿no?”. “No. Sigue, sigue”.
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