Bienvenido a este mi cuaderno de bitácora

Querido visitante: gracias por pasar por aquí y leerme.
Aquí encontrarás ligeros divertimentos y algunas confidencias personales, pocas.
A mí me sirve de entretenimiento y si a ti también te distrae, ¡estupendo!.
Si, además, dejas un comentario... ¡miel sobre hojuelas! Un abrazo,
Guarismo.

domingo, 29 de abril de 2012

261. El hombre sin rastro, en 400 palabras (ciento ochenta y una).

El hombre sin rastro.


Estaba triste, el hombre. Yo estaba sentado en un banco del parque que tengo enfrente de casa, leyendo el periódico y con mi perrita Pizca sobre mis piernas (Pizca es pequeña y mimosa), cuando él se sentó a mi lado, suspirando. “¿Le ocurre algo?”, pregunté. “No, nada especial”, me respondió. Callamos. Lo observé de reojo. Bien vestido, recién afeitado, porte elegante, su cara denotaba bonhomía. El hombre tendría unos 80 años, quizá algunos más. Pasado un rato me dice: “¿Le importa que le hable?”. “No, en absoluto, dígame”. “Soy el hombre sin rastro”. “¿El hombre sin rastro?”. “Sí, verá: he estado repasando mi vida y me doy cuenta de que no he dejado rastro. Le explico: de niño, de joven, tuve amigos: en el vecindario, en el colegio, en la Universidad; con el tiempo, esos amigos fueron desapareciendo, aunque intenté mantener viva esa amistad llamándolos o escribiéndoles de vez en cuando. Ellos no hacían lo mismo y la amistad se perdió. Luego, en el trabajo, conviví con mucha gente durante muchos años y en varias empresas: jefes, compañeros y subordinados. Contraté a muchos, les di trabajo, siempre me desviví por ellos, especialmente por los que dependían de mí, y no fueron pocos los favores que hice a la mayoría de ellos. Además, trato exquisito siempre (excepto a un par de jefes, lo reconozco, a los que cogí una inquina especial). Cambié de empresa, varias veces, y era yo el que llamaba para interesarme por ellos. Pero ni aquéllos por los que más peleé, a los que más cuidé o favorecí, se acordaron de mí. Yo los llamaba, pero ellos no hacían lo mismo y la relación se perdió. ¿Qué amigos tengo “de toda la vida”? Mire usted: ninguno. He luchado por ellos, los he tratado de la mejor manera que sé, a veces me he desvivido… pero si yo no contactaba con ellos, no había contacto. Y el tiempo pasa y hace olvidar. Cuento con los dedos de una mano los compañeros con los que aún sigo teniendo alguna relación y es así porque la iniciativa la llevo yo. Y, ¿sabe usted?, me duele. Llego a la conclusión de que no dejé rastro en ninguna persona, en ningún sitio. Nadie se acuerda de mí. Creo que hice muchas cosas buenas por mucha gente, pero no dejé rastro. Por eso digo que soy el hombre sin rastro…”.

domingo, 22 de abril de 2012

260. El camino, en 400 palabras (ciento ochenta).

El camino

Veía el final del camino allá a lo lejos. Demasiado lejos. Me daba pereza andar tanto, pero había de hacerlo. Era mi camino y no tenía otra opción que recorrerlo. Me puse a andar. Desde aquella perspectiva, el camino parecía recto y limpio. Bordeado por multitud de árboles y matorrales, algunos con flores, hasta parecía bonito. A mí me lo pareció y me entusiasmé mientras andaba. Aceleré el paso y terminé corriendo. A medida que corría, mi contento era mayor y mi entusiasmo, desbordante. Era joven. La pasión me invadía y el camino parecía esperanzador y sin obstáculos. La verdad es que no veía el final del camino, sólo lo imaginaba. El camino se perdía allá a lo lejos y no podía ver el final. No importaba. Yo lo recorría con entusiasmo, y con prisas. Lo veía tan largo que tenía que correr. Lo entiendo, porque entonces era joven y tenía que ser así. Bendita juventud. No recuerdo que tuviera obstáculos… o sí, no lo sé: quizás, si los había, los superaba sin problemas, con ganas, con ilusión. Corrí mucho, aunque no siempre con éxito, supongo. Pero no importaba: vivía la vida con fruición. Bendita juventud. Corrí mucho, sí, tanto que no hubo tiempo de fijar todo en mi memoria. Lástima. Intento revivir aquellos años de joven y no lo consigo. Me hago un resumen, pero no consigo revivirlos. Tengo sólo una idea vaga de aquellos años. Y me da rabia tener tan mala memoria porque me gustaría recordar cada detalle, cada vivencia, cada sensación. Si recordara todo, podría volver a vivirlo. Supongo que por eso no lo recuerdo, porque no es posible vivir la vida dos veces. Ni siquiera con la mente. No sé qué dirán los psicólogos y psiquiatras al respecto, pero yo creo que no es posible. Si lo fuera, yo me enfrascaría en vivir mi vida de nuevo y entonces, quizá, no viviría mi vida actual. O sí, no lo sé. O no viviría mi vida actual hasta que no reviviera la de años atrás. Vaya lío. En cualquier caso, no puedo hacerlo, o no sé hacerlo, y he de vivir mi vida actual. No me quejo de ello, en absoluto. Es cierto que el final del camino está más cerca, claro, es ley de vida, pero espero que esté aún muy lejos. Aunque no pueda revivir mi juventud, viviré lo que toca ahora.

domingo, 15 de abril de 2012

259. Más gaviotas y olas en mis playas de Cái.

Tres minutos de gaviotas...

... y dos minutos de olas

domingo, 8 de abril de 2012

domingo, 1 de abril de 2012

257. Diferencias, en 400 palabras (ciento setenta y nueve).

Diferencias

A él le gustaba el deporte; a ella, no. A ella le gustaba el cine; a él, no. Ella era ordenada; él, un desorden en sí mismo. Él era la decisión personificada; ella, la indecisión más absoluta. Él era de ideas fijas; ella, una variación continua. Él quería siempre; a ella le dolía la cabeza. Ella trabajaba en la oficina y en casa; él sólo trabajaba en la oficina, muchas horas, eso sí, y en casa descansaba. Él nunca entendía que ella estuviera cansada; ella no entendía que él no la entendiera. A ella le encantaba leer; él prefería la tele, más si retransmitían deporte. Él madrugaba; ella, trasnochaba. Ella aprendía francés; él, inglés. Ella cocinaba; él, a lo sumo, hacía el café. Ella quería tener un hijo; él prefería esperar. A él le volvía loco viajar al extranjero; ella prefería no salir de España. A ella le encantaba la playa; él huía del sol. Él era alto y fuerte; ella, un metro sesenta y delgada. Ella disfrutaba practicando nudismo; él era un pacato. A él le atraían casi todas las mujeres; a ella, ningún hombre excepto él. Ella era generosa; él, egoísta. Él fumaba; ella, no. Él bebía; ella, no. Ella comía frugalmente; él comía de forma exagerada. A él le gustaba comer fuera de casa; a ella, comer en casa. Él no reparaba en gastos; ella era ahorradora. Él necesitaba aclarar las cosas cuando discutían y llegar al fondo de la cuestión; ella, dejar el tema y no profundizar. Cuando él se enfadaba, hablaba sin parar; ella, en cambio, cuando se enfadaba, callaba. Él perdonaba pronto; ella tardaba mucho más. Ella era rubia; él, moreno. Él era celoso; ella, no. Él era ambicioso; ella, se conformaba con lo que tenían. Si por él fuera, cambiarían de coche cada año; a ella le daba absolutamente igual. Ella quería una casa en la playa; él, en la nieve. Él practicaba esquí; ella, hacía natación. Ella andaba mucho; él odiaba caminar. Él era previsible; ella, imprevisible. Él no sabía mentir; ella, sí. Él era débil; ella, fuerte. Él era más sensible que ella. A él le seducía la pereza; ella era diligente. A ella le gustaban los animales; él los odiaba. Ella tenía un perro; él nunca lo consideró suyo. Ella bailaba muy bien; él era un patoso.

Y, a pesar de todo, o quizá por eso, se amaban locamente.