Bienvenido a este mi cuaderno de bitácora

Querido visitante: gracias por pasar por aquí y leerme.
Aquí encontrarás ligeros divertimentos y algunas confidencias personales, pocas.
A mí me sirve de entretenimiento y si a ti también te distrae, ¡estupendo!.
Si, además, dejas un comentario... ¡miel sobre hojuelas! Un abrazo,
Guarismo.

domingo, 27 de mayo de 2012

265. La joven descarada, en 400 palabras (ciento ochenta y cinco).

La joven descarada

Estaba alegre, la joven. Yo estaba sentado en un banco del parque que tengo enfrente de casa, leyendo el periódico y con mi perrita Pizca sobre mis piernas (Pizca es pequeña y mimosa), cuando una joven, quizás de unos veinte años, se sentó a mi lado, sonriendo. La miré, no era para menos: joven, bella, alegre. Pero no dije nada. “Hola”, me dice. “Hola”, le digo. “Eres muy atractivo”. “¡Vaya! Gracias”, respondí aturdido. “Es verdad… y te lo debo decir, ¿no?”. “Pues… no sé, bueno, sí, gracias. Tú también eres muy atractiva. Y muy joven”. “Sí, soy guapa, ¿no? Y joven, veintiún años”. “¡Quién pudiera!”. “¿Te gustaría tener ahora veintiún años?”.”Sí, claro”. “¿Y qué harías?”. “Pues no lo sé, disfrutar de la juventud, supongo”. “¿Ligarías conmigo?”. “¡Seguro!”. “¿Y ahora?”. “Bueno, verás, yo... eres muy joven”. “Sí, veintiún años”. “Sí, y yo soy viejo para ti”. “Me gustan los hombres maduros”. “Bien…”. “Y tú me gustas. Te he venido observando estos días. Te he visto aquí con un hombre mayor, con una mujer muy guapa, mayor también, con un hombre con un sombrero… Hablabas con ellos y parecías pasarlo bien”. “Sí, así es. Me gusta hablar con la gente”. “Y a mí. Por eso me he acercado”. “Un detalle, que te agradezco”. “Pero no lo he hecho sólo por hablar”. ‘¡Ah!, ¿no?”. “No. Es que me gustas, ya te lo dije”. “Eres muy amable”. “No, soy egoísta. Mira, si tú me gustas, y nos conocemos, sería absurdo que no te lo dijera, ¿no?”. “Pues no sé”. “Sí, lo sería. Tú me gustas, me encanta verte de cerca, me encanta hablar contigo… y me encantarían otras cosas”. “¿Otras cosas? Cómo cuáles”. “¿Necesitas que te las diga? ¿No tienes imaginación?”. “Sí, supongo, claro, pero quizás soy muy mayor para eso”. “¿Para qué?”. “Para eso que piensas”. “¿Y qué pienso?”. “No sé, dímelo tú”. “¿Sabes? Te imagino acariciando mi espalda y un cosquilleo delicioso recorre mi cuerpo. Mira, se me pone el bello de punta”. “Pero ¿no te parece arriesgado? No me conoces”. “Sí, ya te conozco, eres buena persona, seguro, y me gustaría que me acariciaras la espalda. ¿Me das unos masajes en el cuello?”. “¿Aquí?”. “Sí, no es nada malo, ¿no?”. “No, no, por supuesto”. “Espera que me bajo un poco la camiseta. Ya. Empieza suave”. “Sí”. “Me estás poniendo”. “Oye, preciosa, mejor lo dejamos, ¿no?”. “No. Sigue, sigue”.   

domingo, 20 de mayo de 2012

264. El hombre del sombrero, en 400 palabras (ciento ochenta y cuatro).

El hombre del sombrero

Estaba feliz, el hombre. Yo estaba sentado en un banco del parque que tengo enfrente de casa, leyendo el periódico y con mi perrita Pizca sobre mis piernas (Pizca es pequeña y mimosa), cuando un hombre, quizás de unos setenta años, con un sombrero blanco de ala, se sentó a mi lado, riendo. “¡Vaya! Le veo contento”, le dije. Se lo dije porque ya lo había visto otras veces por el barrio y sentí como si lo conociera. “¡Sí!”, me respondió, “estoy contento. Lo hago como terapia, ¿sabe? Quiero decir, estoy contento por obligación. A lo largo de los años me he convencido de que estar triste no conduce a nada, sólo a una tristeza cada vez más profunda. Así que me propuse hace ya tiempo estar contento. Y, créame, se consigue. Yo, lo he conseguido. Y ahora puedo decir que vivo feliz. Me río, pienso en cosas bonitas, me entretengo con mis recuerdos más dulces, rechazo los más amargos, cuento chistes, echo piropos a las chicas, beso a mi mujer, aunque a ella cada vez le gusta menos, pero yo lo hago, juego con los niños, cuido a mis nietos, me he comprado un perro, no veo los telediarios ni sigo las tertulias en la radio, tan crudas, tan pesimistas, sólo veo películas cómicas o románticas y algunas policíacas, juego a la lotería todas las semanas y mantengo la esperanza de que me toque, hasta que no me toca y vuelvo a jugar pensando que me tocará la próxima vez, me río de mí mismo, doy saltitos por la calle, me pongo este ridículo sombrero y saludo a todo el mundo. Créame, yo antes era una persona triste, siempre preocupado por todo y por todos, que no dejaba en mi mente ningún hueco a la alegría. Me hacía creer a mí mismo que era una persona responsable… pero, no. Lo que era es una persona triste, sin ánimo, sin ilusión, pesimista, siempre preocupado por cosas nimias e incapaz de afrontar la vida con optimismo. No me reía. Me di cuenta una vez que estaba con unos amigos y a uno de ellos le dio por contar chistes. Me reí como nunca y me salieron agujetas en los músculos de la cara. Esto no puede ser, me dije, y estudié mi vida. La vi triste. Me prometí cambiar y, ya ve usted, he cambiado. Soy feliz”.


domingo, 13 de mayo de 2012

263. El hombre sin rastro (2), en 400 palabras (ciento ochenta y tres).

El hombre sin rastro (2)

Estaba triste, el hombre. Yo estaba sentado en un banco del parque que tengo enfrente de casa, leyendo el periódico y con mi perrita Pizca sobre mis piernas (Pizca es pequeña y mimosa), cuando él se sentó a mi lado, resignado. “¿Cómo está hoy? Lo veo serio”, le dije. “Sí, lo estoy. Ya le dije que soy el hombre sin rastro, y se lo expliqué, ¿se acuerda?”. “Sí, claro, eso no se me olvida. Hizo usted una reflexión muy interesante”. “Sí, supongo. Pero he reflexionado más y no creo que siempre haya sido así”. “Me alegro. ¿Por qué lo dice?”. “La realidad es que tengo la sensación de no haber dejado rastro…, aunque creo que en algunos casos fue distinto. Mire, déjeme que le cuente: es cierto que no he dejado rastro alguno allá por donde he pasado. Nadie se acuerda de mí, nadie me llama para preguntarme qué tal estoy, soy insignificante en la vida de aquéllos con los que he convivido, laboralmente, durante años. Incluso, como ya le dije, aquéllos por los que me desviví y colmé de beneficios. Pero ayer descubrí que no todo es así, o no todos son así. Me encontré casualmente con un colaborador mío de hace más de 20 años. ¡No se puede imaginar cómo me puso! Para bien, gracias a Dios. Me dijo que soy el mejor jefe que nunca ha tenido, que soy el que más sabe de mi sector, que aprendió todo de mí, que mi calidad humana no la ha vuelto a encontrar jamás, que… bueno, no le digo más, que me ruborizo. Entonces le pregunté abiertamente: ¿y por qué nunca me has llamado? Tienes razón, tenía que haberlo hecho un montón de veces, pero, ya sabes, la vida nos come y no nos deja tiempo para nada, pero créeme, me acuerdo mucho de ti, te tengo en un pedestal, perdóname… me respondió. Eso me hizo reflexionar y concluí que es posible que todavía algunos se acuerden de mí y aún me quieran, pero no tienen tiempo u ocasión de expresármelo. Satisface pensarlo, ¿no?, aunque no deja de ser triste. Luego hice otra reflexión: habrá unos que piensen así, bien, y otros que sean incapaces de reconocer lo que hice por ellos; y me dije: allá ellos, que los zurzan, no los necesito. Hay gente estúpida que no se merece que uno la recuerde…”. 

sábado, 5 de mayo de 2012

262. La mujer guapísima, en 400 palabras (ciento ochenta y dos).

La mujer guapísima

Era guapa, la mujer. Yo estaba sentado en un banco del parque que tengo enfrente de casa, leyendo el periódico y con mi perrita Pizca sobre mis piernas (Pizca es pequeña y mimosa), cuando ella se sentó a mi lado, silenciosa. La miré de reojo, sin que se notara. Podría tener unos cincuenta años quizá. Melenita rubia, piel blanca e inmaculada, ojos azules, algunas arrugas en la comisura de los labios y alrededor de los ojos, ligeras arrugas en el cuello. Era bella. Seguramente lo fue más de joven. La falda, que le llegaba justo por encima de las rodillas, dejaba ver unas piernas bien formadas. La camisa, con los primeros botones desabrochados, dejaba adivinar unos senos muy atractivos. No pude evitarlo. Dejé el periódico y la miré sin disimulo. “Hola”, le tuve que decir ante mi descaro, “es…, es usted preciosa”. “Gracias”, me contestó, “es usted muy amable”. “No, no soy amable, es que de verdad que es usted muy guapa; ¿no le importa que se lo diga? No he podido evitar mirarla”. “Verá, sí, creo que he sido guapa y algo conservo. La Naturaleza me favoreció. No todas las mujeres pueden presumir de lo mismo. Dicen que, de joven, fui una belleza. Suerte que he tenido, pues no dependía de mí… Usted tampoco está mal…”. “¿Yo? ¡Ah!, bueno, muchas gracias, ya me hubiera gustado, pero no, no me parece. De hecho, me miro al espejo y no me gusto”. “Pues a mí sí. Creo que es usted guapo y debió serlo aún más de joven”. “Bueno, yo creo que me lo dice por corresponder, ¿no? Además, no se trata de mí, sino de usted. De verdad que es usted muy guapa. Da gusto mirarla. Disfruto, ¿sabe?”. “Me alegro, siempre me han gustado los piropos, no se lo niego. Y no, no me importa que me mire…”. “Pues la miraré más, si me lo permite. ¿Vive usted por aquí?”. “Sí, desde hace poco”. “¡Ah! Me extrañaba no haberla visto antes… si la hubiera visto, no la habría olvidado”. “¿Y usted?”. “Desde que me casé”. “¿Está usted casado?”. “Sí. ¿Y usted?”. “También”. “¿Nos veremos otro día?”. “¡Claro! Tiene que echarme un piropo”. “¡Faltaría más!”. “¿Se lo va a contar a su mujer?”. “Pues, no sé, supongo que sí, ¿no? ¿Y usted a su marido?”. “Mi marido es muy celoso”. “No me extraña, teniendo una mujer tan guapísima”.