Bienvenido a este mi cuaderno de bitácora

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Guarismo.

domingo, 26 de junio de 2011

222. Inventos, en 400 palbras (ciento cincuenta y cuatro).

Inventos

Hallar o descubrir algo nuevo o no conocido (primera acepción de “inventar” en el DRAE) es la aspiración natural del ser humano. Así ha sido y gracias a ese empeño la humanidad ha evolucionado, primero lentamente, luego a mayor velocidad y a toda marcha hoy y en el futuro inmediato.

Yo siempre he soñado con inventar algo, supongo que como la mayoría de los mortales. Y me pongo a pensar: a ver, esto no, que ya está inventado, eso tampoco, que no tengo medios, aquello, imposible, me falta formación y capacidad. Es fácil decir qué es “esto”, pues está inventado, pero difícil definir “eso” y “aquello”, precisamente porque no está inventado y, por tanto, no existe. Y cuando intento definirlo termino diciéndome: ¡bah, eso es imposible! Doy rienda suelta a mi imaginación y termino absolutamente frustrado. No invento nada y me animo pensando que ya no se puede inventar más, que todo está ya inventado. Desde el fuego, descubierto, a la rueda, hallada, a los miles de inventos de la era actual, ¿qué queda por inventar? Nada, claro, hasta que no se invente. No tiene sentido aquí hablar de los inventos que han cambiado el mundo. Son innumerables y ya se maravilló en su momento la Humanidad con ellos. Muchos han sido evolución de ideas básicas, otros han sido auténticas bombas, partiendo de la nada. Ahí están y han producido la comodidad, el progreso, el desarrollo de la sociedad actual.

Para compensar mi frustración, escribo, que es una forma mucho más sencilla de inventar. Invento unir unas palabras con otras para que tengan algún sentido. Aunque creo que escribir no es precisamente inventar, stricto sensu, ¿o sí?, pero me hago la ilusión. Suena mal eso de decir “me he inventado una novela, o unas 400 palabras”, he podido inventar su argumento, eso quizá sí. Aunque el DRAE define inventar, en su segunda acepción, como “Dicho de un poeta o de un artista: Hallar, imaginar, crear su obra”. Claro que ni soy poeta ni artista, aunque lo pretenda. El hecho es que he de conformarme con ello, a falta de inventar algo útil y revolucionario, que ya me gustaría. También me gustaría escribir una buena novela. Lo intento, aunque llevo muchos y largos meses en dique seco. Pero seguiré intentándolo, más ahora que dispongo de tiempo. Sólo me falta ponerle ahínco a la cosa. Creo que ha llegado el momento.

domingo, 19 de junio de 2011

221. Todos los días son miércoles, en 400 palabras (ciento cincuenta y tres).

Todos los días son miércoles

Me explico: todos los miércoles tengo una serie de cosas que hacer ineludiblemente. No tardo más de una hora y tampoco me molesta hacerlas. Las hago con gusto y me divierten. Las termino un miércoles y en seguida estoy otra vez haciéndolas. Quiero decir que de nuevo es miércoles y es que no me he enterado de que pasó el jueves, pasó el viernes, y hasta el sábado y el domingo y el lunes y el martes también debieron pasar. Pero juro que no me he enterado. Otra vez es miércoles. Ha pasado una semana y de nuevo es miércoles. Es horrible. Sólo vivo los miércoles. No me lo creo, pero es la sensación que tengo. Lo grave es que intento recordar lo que hice ayer, que debió ser martes y sólo me acuerdo de lo que hice el miércoles pasado: esa serie de cosas que hago ineludiblemente. Es decir, hoy es miércoles, ayer fue miércoles y lo más grave de todo es que puede que mañana sea miércoles también. Estupendo. Vivo únicamente los miércoles de siete días que, me enseñaron de pequeñito, tiene la semana. Pues no, para mí la semana tiene un solo día: el miércoles. Pero no es así, y trato de convencerme mirando un calendario: pone siete días cada semana. Luego miro mi agenda y veo cosas apuntadas otros días que no son miércoles. Intento recordar si las he hecho o no y no me acuerdo. Hoy es miércoles, sí, y ayer martes tenía apuntado comprar naranjas, pero no me acuerdo si lo hice. He ido a la cocina y, efectivamente, hay naranjas en el cesto de la fruta. Debe ser que las compré, pero no me acuerdo. Me entra miedo, un miedo extraño, irracional: ¿será verdad que vivo siempre en miércoles? Si fuera así, sería gravísimo: no sé lo que me queda por vivir, no depende de mí, pero si sólo vivo los miércoles y la semana tiene siete días, quiere decir que vivo una séptima parte que los demás. De miércoles en miércoles. Si divido por siete los días que me quedan por vivir —ya no estoy seguro que la semana tenga siete días, pero eso dicen los calendarios, las agendas y la gente—, entonces el resto de mis días habré de dividirlo por siete. ¡Horror! Moriré antes de lo que me tocaría, que no sé cuándo era.

domingo, 12 de junio de 2011

220. Idioteces, en 400 palabras (ciento cincuenta y dos).

Idioteces

Ayer miré por la ventana y diluviaba como hacía mucho tiempo no veía. Salí a mojarme y el agua me cubría hasta las rodillas. Me gusta el agua, me gusta mojarme. La vecina del quinto llamó a la puerta para que le diera un poco de sal; le ofrecí pimienta también, pero me dijo que no, que con la sal le bastaba. Pena, que la vecina está para sal y pimienta. Las paredes están encaladas, pero la maldita humedad me las ha pintado de verde por los rincones. Tendré que darle una mano de pintura, blanca, claro. Mi ordenador cada día va más lento. Tarda en arrancar y escribe a tirones; bueno, quiero decir, que escribo yo y él lo reproduce a tirones; hace lo que le da la gana y toma decisiones por mí: eso me molesta mucho. Un día de estos lo tiro por la ventana y escribo a mano, como antaño, aunque ya no sé si sabré escribir a mano, seguro que el brazo me duele. Me dice el médico que tengo la sangre espesa y que deje de fumar. Vale. Vale. Vale. Ayer me salté un semáforo con cámara y estoy esperando la foto, la multa y los 4 puntos de carné. No duermo. Estoy hasta la coronilla de política y de políticos. No dicen ni hacen más que estupideces. Todos; me voy a borrar. Ahora tengo que ir a casa de un amigo a arreglarle su pecé. El pobre no tiene ni idea de pecés y me pide ayuda. Yo tampoco sé mucho, pero lo disimulo bien. Seguramente se lo terminaré de estropear del todo. Será divertido. Lo bueno de la historia es que, cada vez que voy a estropeárselo, me invita a vino y luego me regala una botella. Iré más veces. Hoy ha salido el sol y empieza a apuntar el calor, que vaya mes que llevamos entre la lluvia y el frío. El frío me pilló a traición y me cogí un buen catarro... ¿o fue la mojada de ayer? En la esquina de mi casa hay un autobús atascado. Un imbécil aparcó en la curva y el autobús no anda ni palante ni patrás. Lleva más de una hora haciendo maniobras y no lo consigue. Lo peor de todo es que tengo que sacar el coche y el autobús no me va a dejar. Tampoco puedo irme en autobús, claro.

domingo, 5 de junio de 2011

219. El autobús, en 400 palabras (ciento cincuenta y una).

El autobús

Adrián coge el autobús todas las mañanas de días laborables a la misma hora, más o menos. Él es puntual, a las 7,15 está en la parada; el autobús se retrasa aunque a veces llega a su hora. Adrián ya conoce al conductor, y a muchos viajeros a los que saluda tímidamente. No se fija mucho en ellos y suele enfrascarse en su lectura una vez que se sienta. De vez en cuando la interrumpe para mirar por la ventana. Por eso le gusta el autobús más que el metro. Ve el tiempo que hace, ve la ciudad moviéndose a primera hora de la mañana. Ve el parque que bordea el autobús en su ruta y va notando la llegada de las estaciones. Le gusta ese parque inmenso, lleno de colorido, de unos colores que varían con los meses del año. Le encanta.

Como le encanta esa niña que desde hace un mes sube en la parada siguiente a la suya. Le llama niña, aunque no lo sea pues debe andar cerca de los treinta. Pero para él, treinta y nueve, es una niña. Morena, de ojos castaño oscuro, casi negros, piel tostada, delgada y unas piernas muy largas. Es alta, y eso le gusta porque él mide cerca de 1,90. Esa niña, como él la llama, es la responsable de que haya dejado de leer. Abre el libro, pero no lee. Su mirada se desliza desde la página abierta a la niña. A la cara, a sus ojos, a su boca; a veces a su busto y a sus caderas, a sus piernas. No lo puede evitar. Mientras hace como que lee piensa: “¿tendrá pareja?, ¿en qué trabajará?, ¿me atreveré a decirle hola? Lo haré mañana”. Así uno y otro día.

La niña va de pie en el centro del autobús, mirando hacia la puerta. Siempre en el mismo sitio. Adrián va sentado dos filas más atrás, desde donde la observa. Sus miradas se han cruzado alguna vez, incluso en una ocasión se miraron con intensidad durante un segundo, un largo y gratificante segundo. Adrián espera a que suceda otra vez para abordarla. Ella se baja una parada antes que él y quizá uno de estos días se baje al tiempo y la siga. Y le diga hola, la invite a café, le hable, le diga cuánto le gusta desde que la vio, le coja la mano...