Bienvenido a este mi cuaderno de bitácora

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domingo, 26 de febrero de 2012

252. Escribir, en 400 palabras (ciento setenta y cuatro).

Escribir

Me he propuesto escribir de nuevo. No es fácil. Llevo tiempo sin hacerlo y es que no me ha dado la gana. No encuentro otra razón, porque escribir es cuestión de querer. Eso, al menos, creo yo. Y si no quiero, no escribo. Y si quiero, escribo. Así de sencillo. Me he propuesto escribir, pero ¿quiero? No lo tengo muy claro. He retomado una novela que ya empecé y de la que tenía escritas apenas diez páginas. Me he apuntado a un taller de escritura, por si me ayuda. Llevo varios meses queriendo querer escribir y ya he revisado las diez páginas escritas de la novela que tenía empezada y hasta he escrito hasta cuatro páginas nuevas. Empiezo a querer escribir, pero aún no lo consigo. Y digo esto porque escribir es querer, ya lo he dicho, pero también es algo más: pensar en ello hasta obsesionarte con lo que escribes. Y esto aún no lo he conseguido.

Recuerdo que, cuando escribí Viento de Levante, mis personajes me obsesionaban tanto que llegaban a tener vida propia dentro de mí y ellos mismos se escribían. Yo creo que fue porque quería escribir. Fue una sensación extraña pero satisfactoria: cuando mi trabajo, mis obligaciones y mi rutina me permitían un breve descanso, pensaba en ellos y progresaba mi escritura, que era la de mis personajes. En cuanto tenía un rato libre, me sentaba ante el ordenador y dejaba que lo ya pensado se reflejara en el papel y se escribiera solo. Luego venían los retoques, claro, y las muchas revisiones, pero la trama fundamental ya estaba escrita.

Viento de Poniente me costó algo más. Si VdL me costó un año, VdP me costó tres largos. No sufrí la misma obsesión y tuve que esforzarme. Quería querer escribir y lo conseguía parcialmente. Con Viento Norte, que cerró la trilogía, ya no quería escribir, ni siquiera quería querer escribir. Por eso me costó tanto, cinco años quizá, y el resultado no fue bueno pues la terminé porque era mi compromiso, no porque la novela terminara por sí misma.

Para escribir una novela, te tienen que obsesionar sus personajes y querer escribir. En ello estoy ahora: Nadia, David, Manel, Ramiro, Darío, ¿cuál era el nombre de la mujer de David? ¿Estela? No. Eso me está ocurriendo, aún no me han obsesionado los personajes. Estoy empezando a querer escribir, pero aún no quiero del todo.

domingo, 19 de febrero de 2012

251. El cierro, en 400 palabras (ciento setenta y tres).

El cierro

Me gusta asomarme a la calle. Lo hago por el cierro del salón, ese mirador que en mi tierra gaditana llaman así: cierro. El cierro está a nivel de calle y generalmente se cierra con puertas de cristales. Tiene una ventaja: te puedes ocultar tras los visillos y escuchar lo que se dice fuera sin ser visto; incluso puedes ver sin que te vean, si eres prudente. A mí me gusta ver y oír lo que pasa fuera, enfrente de mi casa. Hay una parada de autobús y siempre hay gente. Cerca hay un hospital y está el ayuntamiento, por lo que por delante de mi casa pasa mucha gente y mucha se detiene a esperar el autobús. Soy cotilla, lo sé, pero me encanta oír lo que dice la gente. Suelo tomar apuntes de lo que oigo, porque estoy escribiendo un libro. Sospecho que tardaré años en terminarlo, porque no todas las conversaciones que oigo ni todos los personajes que veo son dignos de aparecer en mi libro. Soy muy selectivo, sólo quiero escribir aquellas historias que tengan interés y describir sólo a la gente que sea interesante. Es muy entretenido, porque en cuanto oigo algo o veo a alguien empiezo a tomar apuntes. Cuando el tema o las personas no me interesan, tacho todo y espero a la siguiente conversación. Tengo que ser paciente, porque ¡hay que ver cuántas tonterías dice la gente! Hay días que no consigo salvar ni una historia de mis apuntes. Todo lo anotado son nimiedades, porque nimiedades son las que se han dicho delante de mi casa, mientras se espera al autobús. A veces me desespero, pero procuro tener paciencia. Algún día oigo un tema interesante y entonces me pongo como loco a escribir. Lo hago tan rápido que luego no entiendo mi letra, por eso procuro pasarlo a limpio pronto, para que me ayude mi memoria. Lo malo es cuando en plena conversación interesante llega el autobús. Me pierdo el final. Y para mi libro las historias deben de ser completas. En una ocasión en que el tema me interesaba mucho salí corriendo de casa, con mi cuaderno y mi pluma, a intentar coger el autobús. Lo perdí, pero corrí y lo cogí en la siguiente parada. Localicé a los personajes y me puse a su lado. Seguí tomando nota. Cuando se dieron cuenta, se callaron y casi me matan.

jueves, 16 de febrero de 2012

250. Lecturas (más) en 400 palabras (ciento setenta y dos).

Lecturas

“Las legiones malditas” y “La traición de Roma”, de S. Posteguillo. Buenas novelas históricas, continuación de “Africanus”, la primera de la trilogía. Las he disfrutado.

“Gog”, de G. Papini. De obligada lectura, relectura en mi caso después de un montón de años. Original, de vasta cultura, muy ingenioso y surrealista, este Papini. La obsesión de coleccionista de Gog es arrolladora e imaginativa. Las entrevistas o visitas a personajes famosos (Gandhi, Einstein, Freud, Lenin, Edison, Wells, Shaw y Hamsun), geniales. El deseo obsesivo de Gog por acabar con la Humanidad, tétrico. Las ideas sobre la religión, originales y rebuscadas algunas. Independientemente de quién fue Papini y de su trayectoria, hay que reconocerle su obra.

“Palabras y Sangre”, de G. Papini. Delirante. He disfrutado con el mundo que describe y los personajes absurdos que define. Son relatos independientes, pero que tienen en común la extravagancia, el esperpento. “La primera y la segunda”, “El prisionero de sí mismo” o “El hombre de mi propiedad” y “La buena educación” o “Las almas cambiadas” son sencillamente geniales. Sin embargo, los últimos relatos decaen. Supongo difícil mantener esa imaginación enrevesada durante tantos capítulos.

“Dime quién soy” de J. Navarro. Entretenida. Algunos episodios, interesantes. Extensa, 1097 páginas. A pesar de que relata la azarosa vida de la protagonista, tengo la sensación de que no la define completamente, aunque describe muy bien sus andanzas.

“La caída de los gigantes” de K. Follet. Interesante. Relata la primera gran guerra, explicando bien sus causas.

“El sueño del celta”, de M. Vargas Llosa. ¡Vaya…! Buena prosa, como corresponde al premio Nobel, pero la vida de Roger Casement no es, en absoluto, interesante para mí. Su estancia en El Congo, sus aventuras en la Amazonía y su sueño independentista irlandés no me atraen lo más mínimo.

“El gozo de escribir”, de N. Goldberg. Quien me la recomendó me dijo, literalmente: “No sé de ninguno de mis alumnos que haya terminado de leer este libro; tales son las ganas que te entran de escribir…”. Bueno, yo aún no he terminado de leerlo y no creo que lo termine nunca. Tal es el tostonazo que es, una americanada sin fuerza alguna… Ahora entiendo que ninguno de los alumnos de quien me lo recomendó lo terminara… no por escribir, sino por lo malo…

“Viento de Levante”, de M. Pardo de Donlebún. La estoy releyendo. Me vuelve a gustar. Efectivamente, engancha y merece la pena.

domingo, 5 de febrero de 2012

249. La camisa, en 400 palabras (ciento setenta y una).

La camisa

—Creo que cometí un error. Metí tu camisa en la secadora.

—¡Joder! ¿Cómo se te ocurre?

—Creí que era un trapo blanco.

—¡Si es que no te fijas, haces todo a la carrera, no tienes cuidado!

—No es así, simplemente la confundí con un paño blanco. No tiene nada que ver con las prisas.

—No, es porque todo lo haces alocadamente. Eres un desastre.

—Bueno, lo que me queda es pedirte perdón… y comprarte una camisa si es que se ha estropeado.

—No, ni hablar.

—Pues si la he roto, bueno, si ha encogido, te compro una y no hay más que hablar.

—No, porque no la encuentras. Es de verano y estamos en invierno.

—Pues busco una parecida.

—No la hay. Fue una oportunidad y ya no se encuentra.

—Alguna habrá.

—Que no, no insistas.

—¿Y qué puedo hacer?

—Pues rezar para que no haya encogido.

—Pruébatela.

—No quiero.

—Entonces, ¿cómo sabes que ha encogido?

—Seguro que sí. No hay más que verla.

—Pues yo la veo y no noto nada.

—Porque no es tuya, es mía.

—Pues te la pruebas y salimos de dudas.

—No.

—¿Entonces?

—Lo sabré en verano.

—Pero te la has puesto hace poco, ¿no?, estaba en la lavadora.

—Sí, pero no me la pondré otra vez. Además, ahora me quedará pequeña.

—Y dale; si no te la pruebas no lo puedes afirmar así.

—Seguro que ha encogido.

—¿Por qué, para salir de dudas, no te la pruebas en lugar de discutir?

—Porque no me da la gana. Ya te lo he dicho antes.

—Bueno, pues te compraré una camisa.

—Ya te he dicho que no. Además, no la vas a encontrar.

—Quizá, pero a lo mejor sí.

—No. Es imposible.

—Pues una parecida.

—No la quiero, quiero ésa.

—Pruébatela.

—No.

—Bien, ¿y qué puedo hacer para arreglarlo?

—Nada.

—No entiendo. Vamos a ver: he metido la pata, te lo he confesado, te he pedido perdón, quiero compensarte… y tú me dices que no a todo.

—Sí.

—¿Quieres que me flagele?

—Si te apetece…

—No me das ninguna opción.

—Sí, que te flageles.

—Vale, pero eso no recupera la camisa.

—No, pero sufres.

—Vaya. Eso te gusta, ¿no? Bien, dame el látigo. Pero, antes, pruébate la camisa, no sea que me flagele en balde.

—No, no me la voy a probar.

—¿Tanto trabajo te cuesta?

—Sí. Es cuestión de orgullo.

—¿De orgullo?

—Sí.