Bienvenido a este mi cuaderno de bitácora

Querido visitante: gracias por pasar por aquí y leerme.
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Guarismo.

domingo, 28 de octubre de 2012

291. Abuelo, en 400 palabras (doscientas cinco).

Abuelo

Sí, ya soy abuelo. El pasado miércoles a las 18,41 horas. La madre (mi hija) y el niño, bien los dos. El niño, mi nieto, un bichito. Pequeño, 2,800 kg., 49,5 cm. Fue más fácil el parto, rápido después de once horas; con miedo unos instantes porque se le enredó el cordón, pero sin consecuencias, a Dios gracias. Yo lo supe más tarde, los que sufrieron el miedo fueron los padres. Felizmente, todo bien.

Es un bichito: pequeño, de piel sonrosada, pelo moreno, ojos azul marino de momento. No llora mucho, hasta ahora, y empieza a mamar, aunque creo que aún le cuesta.

Ha sido un embarazo largo y duro: mi hija llevaba con contracciones desde julio, dolorosas y largas. Sin complicaciones, pero muy incómodo: no lo ha pasado bien. Supongo que ya, con su hijo en los brazos, lo ha olvidado.

Es mi nieto. Me parece mentira. Tengo sentimientos encontrados: muy feliz por esa nueva vida, preocupado por él: que no le pase nada. Pero gana el primero. Es un bichito, indefenso y precioso. Lo cogí un rato en mis brazos, inseguro: no sé cómo hacerlo, me da miedo, es muy pequeñito; y ya no recuerdo cómo cogía yo a mis hijos con sólo horas de vida (bueno, a mi hijo, que a mi hija, no, que la metieron en la incubadora durante un mes: ella sí que fue pequeñita).

Ahora, a comer, llorar, dormir, crecer, aprender, madurar… hasta que sea “mayor” y ya no me dé miedo cogerlo y pueda jugar con él. Lo llevaré a pasear, le hablaré mucho, le ensañaré cosas… todas las que sé, cada una a su tiempo; quiero que aprenda a jugar al squash desde que pueda sostener una raqueta. Será un digno rival, el nieto contra el abuelo. Me ganará con los años…

Lo mimaré, que para educarlo están sus padres, aunque no descarto reñirle alguna vez. ¿Seré capaz? Sólo cuando claramente se lo merezca. Pues no voy a permitirle que llore sin razón o coja rabietas, ni que sea muy desobediente, ni que conteste mal, ni que rompa cosas… bueno, ya veré.

Ayer lo cogí otra vez en mis brazos, con miedo, y juraría que me miró y me sonrió. Será pasión de abuelo. Hoy no lo veré, creo, que los padres no paran y han de descansar.

En fin, bichito, ¡bienvenido a este mundo! ¡Que la suerte te sonría!

domingo, 21 de octubre de 2012

290. De noche, en 400 palabras (doscientas cuatro).

De noche

Sobre las siete y media de la tarde, no sé a qué hora exactamente, se pone el sol en Madrid. Deberían encenderse las farolas, pero parece que el Ayuntamiento pretende ahorrar y no, no se encienden sino más tarde, o nunca, que no lo sé. Yo paseaba con mi perrita Pizca por el parque que tengo enfrente de casa. Estaba oscuro, pues el sol se había ocultado y las farolas seguían apagadas, creo que ya lo dije. Mi perrita se paró a comer algo del suelo y no la vi. Mi pie derecho tropezó con ella y, para no pisarla con el izquierdo, di una larga zancada. En mala hora: mi pierna izquierda, entera, penetró en un profundo agujero que no pude ver, pues, como digo, era de noche y las farolas estaban apagadas. La derecha, la pierna, fue arrastrada por la izquierda, la pierna, mientras mi cara daba de lleno contra el borde del profundo agujero. Rebotó y, no sé cómo, cayó hacia abajo en el agujero que, además, era estrecho. Quedé como sigue: mi cabeza, en el fondo del agujero, que tenía treinta centímetros de barro; mi pierna izquierda, en posición inverosímil; mi pierna derecha, doblada contra natura por la rodilla, con su pie, el derecho, finalmente sobre mi pobre Pizca, que ladraba frenéticamente, con razón; mis manos sobre el barro, sosteniéndome para evitar que mi cabeza se enlodara aún más; Pizca, arrastrada por la correa que sujetaba en mi mano izquierda, pisada por mi pie derecho que no podía mover. Sentía un tremendo dolor en mi rodilla derecha. Grité, pero el profundo y estrecho agujero absorbía mis gritos. Intenté mover mi pierna izquierda y utilizar el borde del agujero como punto de apoyo. Pensé que con las manos podría ir empujando hacia afuera, haciendo fuerza sobre la pared del hoyo. Pero no. Maniobra inútil. Me dio la risa, que me quitó las pocas fuerzas que ya tenía. Al reír se me saltaron las lágrimas, se me aflojaron las manos y mi cabeza entera se sumergió en el barro. Pizca seguía ladrando, la podía oír como en la lejanía, por el lodo que inundaba mis oídos. A duras penas empujé mi cuerpo hacia arriba y saqué la cabeza del barro para respirar. La risa se me había cortado.

Como era de noche y las farolas estaban apagadas, no pasaba nadie por allí. Pizca, cansada, se calló.

sábado, 13 de octubre de 2012

289. Reflexionando en el banco, en 400 palabras (doscientas tres).

Reflexionando en el banco

Yo estaba sentado en un banco del parque que tengo enfrente de casa, leyendo el periódico y con mi perrita Pizca sobre mis piernas (Pizca es pequeña y mimosa), cuando me puse a pensar. “A ver, qué está pasando. Desde que leo el periódico en este banco, me he hecho confidente de personas a las que no conocía: un hombre con sombrero que me contó que era feliz por obligación (me lo encontré el otro día y me saludó, alegre); un hombre con bigote, cabreado, que se desahogó conmigo varias veces despotricando contra todo; una mujer feliz que me contó su vida; una mujer loca que no sabía lo que decía; una pareja que discutía de sexo y se peleaban; un joven energúmeno; un hombre que me contaba que no había dejado rastro, dos veces (casi se me olvida: efectivamente, no deja rastro); una señora guapísima que está empeñada en llevarme a la cama; una joven descarada que quiere lo mismo. Esto último es preocupante. Nunca me había pasado. Que dos mujeres, una madurita y otra joven, me quieran llevar a la cama es algo insólito. Algo falla. Muy desesperadas han de estar, porque yo nunca he levantado pasiones… O sí, no lo sé. Pero me llama la atención que esto me ocurra ahora. Les he dicho que no a las dos, pero ambas insisten. ¡Son unas pesadas! ¿Estaré como ellas me dicen? No creo. Más bien creo que están un poco alteradas y buscan una aventura. En otras circunstancias, quizás les hubiera dicho que sí. Pensándolo bien, sí, les habría dicho que sí. Y habríamos montado un trío... ja ja, nunca lo he vivido. Bueno, a lo que iba. Es curioso que el hecho de sentarme en un banco a leer atraiga a tanta gente y me cuenten cosas. Me deben ver como a alguien de confianza, pues me cuentan todo. Debe ser por la barba blanca, que me hace mayor (¿será que soy mayor?) y puede que me haga parecer afable. Divertido. La verdad es que me gusta. Debo plantearme hacerlo todos los días, que ahora sólo me siento en el banco una vez por semana. Aunque dependo del tiempo. Cuando hace bueno, da gusto. Pero cuando llueva, haga frío en invierno o calor en verano, no sé si podré. Quizás, entonces, me tome un café en un bar, aunque no será lo mismo”. 

domingo, 7 de octubre de 2012

288. El energúmeno (2), en 400 palabras (doscientas dos).

El energúmeno (2)

Yo estaba sentado en un banco del parque que tengo enfrente de casa, leyendo el periódico y con mi perrita Pizca sobre mis piernas (Pizca es pequeña y mimosa), cuando el energúmeno del otro día se sentó de nuevo a mi lado. “¿Passa, colega?”. “¡Vaya! Vienes sin la música y sin la hamburguesa!”. “Sí. Es que el otro día me pasé. Me había fumado un porro, ya sabes, y todo me daba igual. Mis disculpas, viejo”. “Gracias, pero no soy viejo”. “Bueno, más que yo, sí”. “Sí, claro”. “¿Se enfadó mucho tu mujer?”. “¿Por?”. “Por la camisa”. “¡Ah! No, no, el que pone la lavadora soy yo. Si no se lo cuento, ni se entera”. “¿Y la calva?”. “Me tuve que duchar”. “Ya, lo siento, pero me pareció tentadora”. “¿Te gustan los hombres?”. “¡Qué va, tío! Pero allí, agachado, la calva tan reluciente… no me corté”. “Ya. ¿Y hoy no te has fumado un porro?”. “No. Si yo no suelo fumar, es que aquél día mi tronca me dio plantón por otro y yo me consolé con eso. Y con dos cervezas… pues, ya viste, estaba en una nube”. “Ya, ya vi, sí”. “Pero yo soy serio de natural. Y no creas que soy un vago, que trabajo y estudio”. “Eso está muy bien. ¿En qué trabajas, qué estudias?”. “Trabajo en artes gráficas y estoy aprendiendo informática para progresar. Hoy todo se hace con el ordenata. No veas cómo retoco las fotos. Si me das una de tu calva te la quito en un pis-pas”. “Sí, supongo, pero como no me la veo no me importa mi calva”. “Era un suponer. Verás, te voy a hacer una foto con el móvil y mañana te la traigo retocada sin barba, ya verás qué joven pareces”. “Bueno, entonces no podrás llamarme viejo”. “Te llamaré colega”. “Vale”. “Oye, no te enfadarías el otro día, ¿no? Te fuiste con muy mala cara”. “Sí, sí me enfadé, me pareció que eras un energúmeno. Pero no quise enfrentarme y opté por irme, después de que me mancharas la cara y la camisa y me besaras la calva”. “Fue lo mejor. Si te hubieras resistido habríamos tenido bronca. Luego la tuve con otro, que quería que bajara la radio”. “Es que la pusiste a un volumen insoportable”. “Sí. Cuando me despejé me di cuenta y la apagué”. “¿Y tu tronca?”. “¡Ah! Nada, ya volvió”.