Bienvenido a este mi cuaderno de bitácora

Querido visitante: gracias por pasar por aquí y leerme.
Aquí encontrarás ligeros divertimentos y algunas confidencias personales, pocas.
A mí me sirve de entretenimiento y si a ti también te distrae, ¡estupendo!.
Si, además, dejas un comentario... ¡miel sobre hojuelas! Un abrazo,
Guarismo.

sábado, 8 de septiembre de 2012

284. Huida a ninguna parte, en 400 palabras (ciento noventa y ocho).

Huida a ninguna parte

Salí de la oficina no sé con qué excusa y cogí el coche. Conduje por la ciudad sin un destino preciso. Me acordé de un parque que a esas horas debería estar solitario y me dirigí a él. Aparqué. No había nadie. Quería perderme. No quería que nadie me viese ni ver a nadie. Era buen sitio. Paseé. Fumé un pitillo. Me senté en un banco. Me levanté. Paseé de nuevo. Miré el reloj. Sentí angustia. Me quité la chaqueta, hacía buen tiempo, y me aflojé la corbata. Me senté en otro banco. No pensaba. Miré el reloj: hacía una hora que salí de la oficina. La presión en el pecho no cedía. Me levanté y me dirigí al coche. Me volví al parque. Busqué el banco más escondido, entre unos árboles, y me senté allí. Miré sin ver los árboles y el césped que cubría la tierra. No pensaba. Una voz en mi interior, sin embargo, me metía prisa para irme. Otra voz, muy lejana, muy débil, parecía decirme: “Haz una locura, quítate la camisa o, mejor, desnúdate, y corre por el parque. ¡Despierta!”. No le hice ni caso. Mi cuerpo no reaccionaba. Tenía miedo a moverme, las piernas estiradas, los brazos caídos sobre el banco, la cabeza gacha… Creía que, si me movía, alguien me vería y se fijaría en mí. Pasó una pareja por delante y yo me di la vuelta, paralizado, para no verla… para que no me vieran. Me levanté, me fui al coche, arranqué y conduje hasta la Sierra. Sin pensar, pero sintiendo pánico a volver a la oficina, sintiendo pánico a decidir volver a la oficina, que sabía que iba a ser el final de la historia. Conducía, pero los brazos los sentía rígidos. Tenía miedo de moverlos, como si alguien pudiera observarme y preguntarme qué me pasaba. Me obsesionaba que otros conductores se fijaran en mí. Llegué a la Sierra. Aparqué donde me pareció que había menos coches. Bajé. Di otro paseo y me acerqué a un bar cercano. Habría tomada una caña con unas patatas fritas, que me encantan, pero me aterraba hablar. No podía pronunciar palabra. Miedo irracional. A lo mejor se dan cuenta, imagino que pensaba. Volví, subí al coche y acepté que, sin remedio, tenía que tomar esa maldita decisión: volver a la oficina.

Me sucedía, recurrentemente, hace muchos años, durante mi larga depresión.

No hay comentarios: