Huida a ninguna parte
Salí de la oficina no
sé con qué excusa y cogí el coche. Conduje por la ciudad sin un destino
preciso. Me acordé de un parque que a esas horas debería estar solitario y me
dirigí a él. Aparqué. No había nadie. Quería perderme. No quería que nadie me
viese ni ver a nadie. Era buen sitio. Paseé. Fumé un pitillo. Me senté en un
banco. Me levanté. Paseé de nuevo. Miré el reloj. Sentí angustia. Me quité la
chaqueta, hacía buen tiempo, y me aflojé la corbata. Me senté en otro banco. No
pensaba. Miré el reloj: hacía una hora que salí de la oficina. La presión en el
pecho no cedía. Me levanté y me dirigí al coche. Me volví al parque. Busqué el
banco más escondido, entre unos árboles, y me senté allí. Miré sin ver los
árboles y el césped que cubría la tierra. No pensaba. Una voz en mi interior,
sin embargo, me metía prisa para irme. Otra voz, muy lejana, muy débil, parecía
decirme: “Haz una locura, quítate la camisa o, mejor, desnúdate, y corre por el
parque. ¡Despierta!”. No le hice ni caso. Mi cuerpo no reaccionaba. Tenía miedo
a moverme, las piernas estiradas, los brazos caídos sobre el banco, la cabeza
gacha… Creía que, si me movía, alguien me vería y se fijaría en mí. Pasó una
pareja por delante y yo me di la vuelta, paralizado, para no verla… para que no
me vieran. Me levanté, me fui al coche, arranqué y conduje hasta la Sierra. Sin
pensar, pero sintiendo pánico a volver a la oficina, sintiendo pánico a decidir
volver a la oficina, que sabía que iba a ser el final de la historia. Conducía,
pero los brazos los sentía rígidos. Tenía miedo de moverlos, como si alguien
pudiera observarme y preguntarme qué me pasaba. Me obsesionaba que otros
conductores se fijaran en mí. Llegué a la Sierra. Aparqué donde me pareció que
había menos coches. Bajé. Di otro paseo y me acerqué a un bar cercano. Habría
tomada una caña con unas patatas fritas, que me encantan, pero me aterraba
hablar. No podía pronunciar palabra. Miedo irracional. A lo mejor se dan
cuenta, imagino que pensaba. Volví, subí al coche y acepté que, sin remedio,
tenía que tomar esa maldita decisión: volver a la oficina.
Me sucedía, recurrentemente, hace muchos años, durante mi larga depresión.
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