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martes, 29 de julio de 2008

61. La ventana, en 400 palabras (treinta y ocho).

La ventana

Estaba condenado a mi inmovilidad. Mi única fuente de vida era la que me daba la ventana. Miraba por ella hacía mucho tiempo, muchos años ya, pero nunca vi nada realmente, aunque sí vi muchas cosas con mi imaginación. Mi ventana daba a una estrecha calle de edificios altos y desde mi posición en el décimo piso no alcanzaba a ver a la gente pasar. Sólo podía ver las ventanas de enfrente, las ventanas de una casa que llevaba años vacía. En aquella casa había situado yo a María y Roberto, la pareja que me entretenía haciéndome sufrir unas veces y disfrutar otras. Les veía discutir a través de los visillos amarillentos del salón que se transparentaban cuando encendían la luz. Les veía amarse cuando dejaban la ventana abierta del dormitorio. Eran una pareja un tanto extraña, diría yo. Tanto la veía a ella sola durante días como a los dos juntos, discutiendo o haciendo el amor sin descanso, no tenían término medio. A mí me gustaba cuando María estaba sola en casa. Ponía música, porque la veía bailar en el salón como si le fuera la vida en ello, aunque mi sordera me impedía oír la melodía. Sin embargo podía verla bailar, retorciendo su cuerpo con esa gracia especial que me volvía loco, lanzando sus manos al aire con unos movimientos imposibles y moviendo sus pies como si estuviera suspendida en el aire. La adoraba. Ella bailaba durante horas y yo la contemplaba embelesado. A veces bailaba desnuda, en verano, cuando hacía calor, y entonces pensaba que no le podía pedir más a la vida… Luego llegaba Roberto y se ponía a bailar con ella. Intentaba imaginar que era yo, pero me caía al suelo, por mis piernas inválidas, y no volvía a intentarlo. Roberto bailaba poco, en seguida se la llevaba a la cama.

Un día vi a dos personas en la casa. No eran ni María ni Roberto. Las observé. Quitaron los visillos amarillentos y pusieron unas cortinas que impedían ver en el interior del salón aunque encendieran la luz. Colocaron también cortinas en el dormitorio, que apenas corrían. Únicamente ella, una mujer gorda, fea y con el pelo revuelto de recién levantada, abría la ventana por las mañanas, supongo que para ventilar un poco, y las cerraba inmediatamente. Quise volver a ver a María y Roberto, pero sólo veía las cortinas. ¡Qué horrible decepción!

1 comentario:

Ana Pedrero dijo...

Cierto, Miguel. A veces la vida se empeña en ponernos cortinas y robarnos nuestras ventanas.
Un beso.