Bienvenido a este mi cuaderno de bitácora

Querido visitante: gracias por pasar por aquí y leerme.
Aquí encontrarás ligeros divertimentos y algunas confidencias personales, pocas.
A mí me sirve de entretenimiento y si a ti también te distrae, ¡estupendo!.
Si, además, dejas un comentario... ¡miel sobre hojuelas! Un abrazo,
Guarismo.

viernes, 8 de noviembre de 2013

307. El fantasma, en 400 palabras (doscientas diecisiete).

El fantasma

Tenemos un fantasma en casa. En serio. Aún no me lo he encontrado, porque yo soy miedoso y no me atrevo a levantarme de madrugada, que es cuando él se pasea por la casa. Pero el fantasma existe y casi todas las noches va a la cocina, no sé si a otras habitaciones también.

Tengo una prueba irrefutable:

Mi mujer y yo cenamos a diario muy frugalmente: un único plato y casi siempre sin pan. Lo hacemos sobre las 8,45 cada día, puntuales. Cuando terminamos, recogemos la mesa, como es natural, y la dejamos limpia. Ella o yo, depende del día o de quién la coja antes, pasamos la bayeta por la mesa y la dejamos inmaculada. Ni una mota de polvo, ni una miga de pan el día que cenamos con pan, los menos. Últimamente, además y por lo que voy a contar ahora, nos fijamos bien: sobre la mesa no queda nada, absolutamente nada; insisto, ni miguitas de pan ni motas de polvo. Una vez limpia, mi mujer o yo, depende del día o de quién empiece antes, coloca los útiles del desayuno, tazas, platos, cubiertos y servilletas y el otro pone sobre la mesa el azúcar (blanco para ella, moreno para mí), el nescafé y la fruta (plátanos y naranjas; a veces, unas uvas o algún kiwi). Los útiles están limpios (han salido del lavaplatos) y la fuente de fruta no tiene nada por debajo (ya me encargo yo de pasar la bayeta).

Una vez terminada la cena y las tareas enumeradas, nos vamos al salón a disfrutar de nuestro rato de ocio. Después, a la cama. Mi mujer se acuesta antes que yo, que ha de madrugar pues aún trabaja (afortunadamente se jubila en diez días) y yo ya disfruto del jubileo. Luego, voy yo. Antes, y por lo que ahora digo, reviso la mesa de la cocina y me voy satisfecho de verla limpia, como la habíamos dejado.

A la mañana siguiente, casi todos los días, oigo gritar a mi mujer, que se levanta antes que yo: ¡Ahhhhgggg, hay migas otra vez! Me levanto, voy a la cocina y, doy fe, sobre la mesa de la cocina, ayer impoluta, hoy hay miguitas de pan.

—¡No es posible!
—No. Y ayer cenamos sin pan.
—Es el fantasma.
—Sí.
—¿Tenemos un fantasma?
—Seguro.

Esta conversación se repite casi a diario. Tenemos un fantasma en casa.

domingo, 30 de junio de 2013

domingo, 23 de junio de 2013

305. El pirómano, en 400 palabras (doscientas dieciséis).

El pirómano

Yo estaba sentado en un banco del parque que tengo enfrente de casa, leyendo el periódico y con mi perrita Pizca sobre mis piernas (Pizca es pequeña y mimosa), cuando un caballero, de sesenta y tantos años, calculé, se sentó a mi lado. No saludó, pero lo hice yo: “Buenos días”. “Buenos días… perdone, estaba pensando”. “¿Y en qué pensaba tan concentrado?”. “¡Ah! Cosas mías”. “Bueno, siga pensando; a mí no me molesta”. “Si quiere se lo cuento. No tengo secretos”. “Pues cuando quiera”. “Verá, todas las noches sueño con quemar algo. Ya he quemado a los políticos en la hoguera, y a los sindicaleros; fue una pira grandiosa, ¡cómo ardían, cómo bramaban!, no sabe Ud. qué gusto… ”.¡Vaya! veo que disfruta”. “Sí, disfruto muchísimo. Ayer quemé a los banqueros. Chillaban como ratas…”. “¿Le queda alguien por quemar?”. “Sí, todavía a mucha gente: los egoístas, los irresponsables, los avaros, los insolidarios, los…”. “Va Ud. a acabar con todo el mundo”. “Todos no, pero muchos sí. Creo que quedaremos muy pocos”. “¿Y los siguientes?”. “Se me ha ocurrido algo diabólico”. “¿Y qué es?”. “Voy a quemar todas las fábricas de sostenes”. “Pues, pensándolo bien, es buena idea. Si quiere, le ayudo”. “Sí, gracias”. “¿Y cómo se le ha ocurrido eso?”. “Pues, verá, no me gustan los sostenes. Me gusta que la mujer insinúe sus encantos”. “Ya, y a mí, me encanta, pero es raro verlas hoy sin sostén”. “Es una pena. En los sesenta y los setenta apenas si se llevaba esa malévola prenda. Daba gusto. Pero ahora, se ha puesto de moda y no hay quien vea una mujer sin sostén. Es más, hacen alarde de que lo llevan y muestran los tirantes como si nada. Es antiestético”. “Estoy con Ud. Lo que pasa es que ellas dicen que si no lo llevan se les cae el pecho”. “No es cierto. Hay estudios (en EE.UU., claro, no podría ser en otra parte) que demuestran que, si se usa sostén, los músculos del pecho se hacen vagos y, con el tiempo, el pecho se cae. En cambio, si no se usa, los músculos se fortalecen y mantienen el pecho enhiesto por muchos más años”. “Tiene lógica. Además, no hay nada más bonito que los senos de la mujer insinuándose, sin sostén, bajo una camisa o un jersey…”. “Sí, es una delicia para la vista. ¡Quememos las fábricas de sostenes!”.

domingo, 19 de mayo de 2013

304. ¿Vamos a la playa?, en 400 palabras (doscientas quince).

¿Vamos a la playa?

—¿Para qué?
—Pues… yo qué sé. Para disfrutar de la mar, las olas, la arena, el sol… para pasear, correr, tomar un baño...
—No está mal. Pero, ¿a ti eso te gusta?
—Claro que me gusta. Es mi pasión.
—No lo sabía.
—¿Que no lo sabías? ¿Es que aún no me conoces después de 40 años?
—Sí, pero no había caído en que te gusta la playa.
—¡Venga ya!
—Sí, vale, es broma. Claro que sé que te gusta la playa.
—¡Ah! ¿Entonces?
—Quería que me lo explicaras.
—Creo que no necesitas que te lo explique.
—Sí, es cierto.
—¿Entonces?
—Era broma, ya te lo dije.
—Sí. Bueno, ¿vamos a la playa?
—¿Para qué?
—¿Otra vez?
—¡Ah! Ya te lo he preguntado, ¿no?
—Sí, y te contesté.
—Es verdad. Pero no me ha quedado muy claro.
—Pues te lo repito: para disfrutar de la mar, las olas, la arena, el sol… para pasear, correr, tomar un baño...
—Pero no me dices toda la verdad.
—¿No?
—No. Ocultas lo que más te gusta.
—¡Ah! ¿Sí?
—Sí.
—Y qué es.
—Que te gusta hacer todo eso desnudo.
—Claro. No lo oculto, doy por sentado que ya lo sabes.
—Sí, pero me gusta que me lo digas.
—Pues te lo digo: me gusta bañarme, tomar el sol y correr desnudo en la playa.
—A mí también.
—Ya. Y me alegro. Es una auténtica gozada.
—Sí. Tú me lo enseñaste. Y me convenciste, aunque al principio me costó.
—Te costó poco. En cuanto comprobaste lo que se disfruta, dejaste de usar  bikini.
—La verdad es que sí. Da una sensación de libertad increíble. Desde entonces no sé bañarme con bañador.
—Eso me pasa a mí. En la playa disfruto el nudismo. Es sano, bonito, agradable, limpio, placentero.
—Sí.
—Aún no entiendo que no lo practique todo el mundo.
—Yo tampoco. Creo que hay muchos prejuicios.
—La gente es muy pacata.
—Y muy puritana.
—Es que piensan que el nudismo es pecaminoso.
—¡Qué tontería! Nada más puro…
—Yo creo que muchos lo desean pero no se atreven.
—Ellos se lo pierden. Si no saben disfrutar…
—El que prueba, repite.
—Es cierto. Tú y yo lo descubrimos hace casi cuarenta años y repetimos siempre.
—Quizá, algún siglo de estos, la gente lo pruebe y se imponga.
—¡Ojalá! Pero me cuesta creerlo. Tengo la sensación de que vamos para atrás.
—Sí. ¡Qué pena!









sábado, 6 de abril de 2013

sábado, 30 de marzo de 2013

domingo, 17 de febrero de 2013

300. Qué hora es, en 400 palabras (doscientas catorce).

Qué hora es

—¿Qué hora es?
—Las cuatro.
—¿En punto?
—Bueno, no, falta un minuto.
—Entonces, ¿por qué me dices las cuatro?
—Por simplificar.
—Pues te he preguntado qué hora es, no una aproximación.
—Ya, no pensé que fuera importante.
—Lo es.
—¿Por?
—Porque a mí me gusta saber la hora exacta.
—Bien.
—¿Qué hora es?
—Las cuatro, un minuto, doce segundos. Trece, ya.
—¿Y tienes tu reloj ajustado?
—Sí. Lo puse en hora ayer.
—¿Con qué señal?
—Con la de una emisora. Ya sabes: pi, pi, pi, píiii.
—Pues no lo tienes en hora, pues por radio se produce un retraso de milisegundos.
—¡Ah! ¿También quieres que te dé los milisegundos?
—No, no hace falta, pero que sepas que tienes el reloj atrasado.
—Ya. ¿Y qué quieres que haga?
—No, nada, es tu problema.
—¿Eso es un problema?
—Pues sí. A mí me gusta la hora exacta, pero veo que a ti no.
—¿Y por qué no llevas reloj?
—Pues porque no consigo llevar la hora exacta.
—Vaya… Y, por cierto, ¿para qué quieres saber la hora exacta?
—¿Y para qué quiero la hora si no es la hora exacta?
—Buen, yo creo que vale una aproximación.
—Pues yo, no. O la hora exacta o nada.
—Me parece una idiotez.
—¿Qué hora es?
—Las cuatro, tres minutos, veinte segundos y trescientas siete milésimas.
—Eso está mejor.
—¡Pero si te he engañado…!
—No, no lo has hecho. Pero te has equivocado en doscientos quince milisegundos.
—¿Cómo sabes que te dije la hora real?
—Porque mi cabeza es un reloj.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué preguntas la hora?
—Para discutir.
—Ya. ¿Y qué hora es ahora?
—¿Para qué quieres saberlo?
—Para ajustar mi reloj, por ejemplo. Así, cuando me preguntes la hora te la diré con exactitud.
—Bueno, pues prepárate. Cuando diga píiii, serán las cuatro y cinco minutos exactamente. Espera.
—Espero.
—¿Preparado?
—Sí, ya he parado el reloj a las cuatro y cinco minutos, exactamente.
—Bien. Atento. Cinco, cuatro, dos, uno, píiii.
—Ya.
—Te has retrasado treinta y tres milisegundos.
—Vaya. ¿Y qué hago?
—Pues, una de dos, o sumar esas milésimas cuando te pregunte la hora o ajustarla de nuevo.
—Prefiero sumarlas.
—De acuerdo, ¿Qué hora es?
—¿Estás de coña?
—No, va en serio.
—Las cuatro, seis minutos y ciento treinta y cinco milisegundos.
—¿Cómo cuentas los milisegundos?
—Los estimo.
—Te has equivocado. No estimas bien.
—¡Vaya, qué problema!

viernes, 25 de enero de 2013

299. Una barbaridad, como otra cualquiera, en 400 palabras (doscientas trece).

Una barbaridad, como otra cualquiera

El ministro japonés de Finanzas, Taro Aso, culpó a las personas mayores de los altos niveles de gasto sanitario y les pidió «que se den prisa en morir».

Sí, es una barbaridad. Pero no le falta razón a ese señor en lo que dice. Los viejos amenazan (aún no me incluyo, pero no me quedará mucho) con destrozar el estado del bienestar, con tanta pensión que cobran y tan abultado gasto sanitario que sólo contribuye a que vivan más, no importa en qué condiciones, y sigan cobrando pensión y produciendo más gasto sanitario para vivir más y cobrar durante más tiempo la pensión y, pobrecitos, volver al médico a que les receten más medicinas y al hospital a que le salven de esa neumonía y…, en fin, a vivir del Estado que para eso cotizaron en su día y…

Los viejos están agotando las arcas del Estado y eso no puede ser. Pues eso, como dice el japonés: ¡que se den prisa en morir! Y si no, se buscan soluciones.

Yo crearía la brigada “¡Viejos fuera!”, que:
1. Estaría dotada de medios informáticos con la información necesaria accesible desde cualquier lugar.
2. Contaría con un numerosísimo cuerpo de inspectores, fríos, impasibles, jóvenes y sin escrúpulos que trabajarían sólo a comisión.

El trabajo de los inspectores de la brigada “¡Viejos fuera!” consistiría en:
1. Ir por la calle, metro, autobús, casas particulares, hospitales, residencias y bingos.
2. Detener a todo viejo que encuentren y pedirle identificación. Introducir sus datos en la tableta y ver el resultado.
3. Si el Estado aún le debe dinero, dejarlo ir con la advertencia de que su saldo es tanto, de que tenga cuidado en cómo lo gasta.
4. Si el Estado ha gastado más en él de lo que él ha cotizado durante su vida laboral, es decir, si está viviendo de gorra, entonces se le gasea. Cada inspector llevará consigo máscaras plegables. Desplegará una por sorpresa sobre la cabeza del viejo. Al hacerlo, el viejo respirará gas venenoso y morirá. La muerte será inmediata y el viejo no sufrirá.

Sí, ya sé: es una barbaridad, como otra cualquiera. Pero los viejos no pueden acabar con el estado del bienestar que a ellos tanto les costó crear. A los viejos, ¡que los gaseen! Desde luego, yo no quiero abusar. Cuando sea viejo y deba dinero al Estado, ¡que me gaseen!



domingo, 13 de enero de 2013

298. Mi clon, en 400 palabras (doscientas doce).

Mi clon

Estaba yo sentado a una mesa del bar de la esquina, con el frío que hace no hay quien se siente en el parque, tomando mi café y leyendo el periódico, sin mi perrita Pizca, que no la dejan entrar, cuando un hombre se sentó enfrente: “¿Puedo?”, me preguntó, y se sentó sin esperar mi respuesta. “Claro, sí”, le dije, no tuve otra opción. Me miró, lo miré. El parecido era asombroso. ¡Se parecía a mí! Por un momento pensé estar mirando un espejo y ver mi imagen reflejada. Absorto, no dejé de mirarlo. Él, absorto también, me miraba también fijamente. “¡Vaya! Nos parecemos”, dijo. “Sí, parece que sí”, dije. “Pero, ¿a ver? —y me mira con atención, examinándome—, yo soy más guapo”. “Puede ser. Y mayor”, me desquité. “Cumpliré —susurra los años— en dos meses”. “Sí, eres mayor que yo, diez años”. “¿Cómo te llamas?”. Le dije mi nombre. “Yo también me llamo así”. “No es posible”. “Pues lo es”. “Curioso, ¿no?”. “Sí… ¿Dónde naciste?”. “No lo sé”. “¿Qué no lo sabes? ¡Qué raro!”. “Bueno, verás, hace años perdí la memoria y no sé ni dónde nací, ni quiénes fueron mis padres, ni si tuve hermanos. No recuerdo nada de diez años para atrás”. “Pero de los últimos diez, ¿sí?”. “Sí”. “Interesante. Son los años que me llevas”. “¡Ah, sí! Qué casualidad, ¿no?”. “Pues sí…”. “O puede que no”. “¿Por qué dices eso?”. “No sé…”. “Ya”. “¿Y si soy tu futuro?”. “¿Mi futuro?”. “Sí, tengo diez años más que tú, justo los años que recuerdo, nos llamamos igual, nos parecemos o, mejor, somos casi idénticos, aunque yo más guapo, y…”, dijo, dejando en suspenso la frase. “¿Y…?”, pregunté, invitándolo a continuar. “Pues no sé, son muchas casualidades”. “Ya, pero no puedes ser mi futuro, eso sería un fenómeno extraordinario y yo no creo en esas cosas”. “Busquemos más coincidencias”, dijo. Y las buscamos. Y coincidimos en todo. “Esto no es normal”, dije. “¡No!”, respondió. “¿Cómo es posible?”. “No lo sé”. “Me asustas… pero, ¿y si me cuentas tus últimos diez años? A lo mejor me dices cómo voy a vivir, qué me va a pasar, cómo me van a ir las cosas a mí y a mi familia…”. “Si quieres…”, y soltó una profunda carcajada; parecía feliz. “¿Me pides un vaso de agua?”. “Claro”. Me levanté y, cuando volví a la mesa, ya no estaba allí.