Bienvenido a este mi cuaderno de bitácora

Querido visitante: gracias por pasar por aquí y leerme.
Aquí encontrarás ligeros divertimentos y algunas confidencias personales, pocas.
A mí me sirve de entretenimiento y si a ti también te distrae, ¡estupendo!.
Si, además, dejas un comentario... ¡miel sobre hojuelas! Un abrazo,
Guarismo.

domingo, 25 de noviembre de 2012

295. Niños, en 400 palabras (doscientas nueve).

Niños

Yo estaba sentado a una mesa del bar de la esquina, con el frío que hace no hay quien se siente en el parque, tomando mi café y leyendo el periódico, sin mi perrita Pizca, que no la dejan entrar, cuando el niño se me acercó. “Brrrrr…”. “¡Niño, no cojas la taza, que la tiras!”. “Brrrrr…”. “¿Qué te pasa? ¿Estás enfadado?”. “Brrrr…”. “Bueno, vale. Toma”, y le doy el muñequito que hoy regalaban con el periódico (qué a punto). “Es mi herrrmano”, me dice una niña de unos cuatro años, “y yo quierrro otro muñeco”. “Vaya. Pues no tengo más… pero podemos jugar, si quieres”. “No, yo quierrro el muñeco”. “Verás, hija… sólo tenía ése y se lo di a tu hermano”. “Pues yo quierrro uno”. “¿Cómo te llamas?”. “Silvia”. “¿Y tu hermano?”. “David. Yo quierrro un muñeco”. “Bien, vamos a ver si David te lo da. David, ¿le dejas el muñeco a tu hermana?”. “Brrrr….”. “Creo que dice que no, Silvia”. “Yo no quierrro ése, quierrro otro nuevo”. “¿Estáis solos? ¿Dónde están tus padres?”. “Estamos con mi madrrre. Yo quierrro un muñeco”. “¿Y tu madre?”. “Mi madrrre no quiere un muñeco. Yo sí lo quierrro”. “Que dónde está tu madre”. “Mi madrrre se ha ido”. “¿Dónde?”. “No sé. Me ha dicho que vuelve prrronto. Yo quierrro un muñeco”. “Ya, ya lo sé, pero no tengo más”. “¿Me puedes comprrrar uno?”. “Sí, pero tenemos que salir, y si viene tu madre…”. “No imporrrta”. “Sí que importa, tenemos que esperarla. ¡David, cuidado, no tires el muñeco en la taza!”. “Brrrr…”. El café en mis pantalones, la taza hecha añicos en el suelo, el muñeco empapado y el niño llorando. “¡Buaaaaaaaaa!”. “A ver, David, tranquilo, no pasa nada, ¿eh?”. “Yo quierrro un muñeco”. “Espera, Silvia, ¿no ves que tu hermano llora, que tengo el pantalón mojado y que el suelo está lleno de café y restos de la taza rota?”. “Va a venirrr mi madrrre y se va a enfadarrr”. “¿Con quién se va a enfadar?”. “Contigo”. “¿Conmigo? ¿Por qué?”. “Porrrque no me das un muñeco”. “David, deja de llorar. Toma el muñeco”. “Brrrr…”. “Así está mejor, pero no lo metas ahora en el vaso de agua”. “Brrrr…”. “Yo quierrro un muñeco”. “Silvia, cuando venga tu madre te compro uno”. “No, lo quierrro ya”. “Verás, te explico”. “¡Mamá!”. “Señora, sus hijos!”. “Gracias, ¿le han dado guerra?”. “No, no… muy ricos, ¿sabe?”. 

miércoles, 21 de noviembre de 2012

294. La llorona, en 400 palabras (doscientas ocho).

La llorona

Yo estaba sentado a una mesa del bar de la esquina, con el frío que hace no hay quien se siente en el parque, tomando mi café y leyendo el periódico, sin mi perrita Pizca, que no la dejan entrar, cuando ella se sentó a la mesa de al lado, llorando. La miré sobrecogido, pues su llanto era bien manifiesto. Parecía desconsolada. Alta, espigada, morena, atractiva, le calculé unos treinta años. Apoyó los codos en la mesa y se enjugó las lágrimas con una servilleta de papel, de esas que no enjugan nada. Yo diría que consumió medio servilletero hasta que, por fin, dejó de llorar. Me miró y no perdí la ocasión de decirle “¿puedo ayudarte?”. “Sí”, me respondió. Me acerqué y me senté a su lado. “Cuéntame”. “¿Perdona?”. “No, perdona tú, pero te he preguntado si puedo ayudarte y me has dicho que sí”. “¡Ah, sí, claro!”. “Pues cuéntame”. “Estoy triste”. “Ya lo veo, ya”. “Es que…”. Y comienza a llorar de nuevo. Le acerco mi pañuelo, más efectivo que las servilletas para enjugar sus lágrimas. “Gracias, pero es que…” y sus lágrimas brotan de nuevo sin remedio. “Pero mujer, cálmate. Seguro que no hay nadie que merezca que llores así por él”, aventuré yo, pensando en un desencuentro amoroso, y acerté. “Es que el muy canalla…”. “¡Vaya! Es eso, ¿no?”. “Sí, se me ha liado con otra”. “Bueno, peor para él”. “Y para mí”. “No lo creo. Si se ha ido es que no te merece”. “Estoy enamorada”. “¿Enamorada de alguien que te abandona por otra? No seas tonta. Olvídalo”. “Eso me digo, pero no puedo”. “Sí puedes”. “No puedo”. “Bien, pues búscate otro novio”. “Ya quisiera. No me gusta ninguno”. “Seguro que alguno sí”. “Bueno, sí, pero no es igual en la cama”. “Vaya”. “Es que el que me ha dejado era increíble”. “Pero hay algo más que cama, ¿no?”. “Sí. ¿Cómo eres tú en la cama?”. “Un fenómeno”. “¡Venga ya, a tu edad!”. “Pues sí”. “¿Probamos?”. “¡Uf! No”. “Me apetece un montón”. “Gracias, pero no”. “Es que… me lo imagino y me pongo muy… contenta”. “Me alegro, pero…”. “Demuéstrame que eres un fenómeno”. “No, no puedo, estoy casado y soy fiel a mi mujer”. “Pero no se va a enterar”. “O sí, si se lo cuento”. “Pues no se lo cuentes…”. “Ya, es una opción”.

Otra, y van tres. Debo de estar buenísimo.

sábado, 10 de noviembre de 2012

293. Conferencia, en 400 palabras (doscientas siete).

Conferencia

Era mi primera conferencia en inglés. Llevo tiempo aprendiéndolo, me voy soltando poco a poco… y esta vez acepté el reto. Fue en Pisa, ante un auditorio más que respetable procedente de más de treinta países.

Hablo inglés con mi acento andalú. Los que me quieren me dicen que ese acento me da un gracejo especial y simpático y que me queda muy bien. Eso espero.

Llega el día y la hora. Para empezar, la compañía aérea me pierde la maleta, con traje y ordenador incluidos. Me presento en vaqueros y camisa arrugada, deportivas y barba de dos días. Pude comprarme una hojilla de afeitar pero, la verdad, con los nervios ni se me ocurrió. Todos trajeados y con corbata, menos yo. Me miraban raro.

Afortunadamente, llevaba la presentación en un “pendrive” y se la pude dar al técnico. Me dice que hay dos diapositivas en negro. “Bórralas” le dije. Al rato me dijo algo en italiano que no entendí, pero asumí que lo había hecho.

Llega mi turno: “Good morning and thank you very much…” comienzo. Mientras digo las clásicas palabras de agradecimiento, miro la pantalla donde debería mostrarse mi presentación. Nada. Anuncio que, en breve, podrán ver las diapositivas. Me pongo nervioso y hablo inseguro, pero me lanzo en caída libre a dar mi conferencia tan ensayada. Por fin aparece un técnico, que se me acerca. “Excuse me”, digo al público, y lo atiendo. “What do you mean? Have you deleted my presentation? Sure?”. “Yes, sir”. “¡Oh, my God!”. Carcajadas, porque no cerré el micrófono. Miro al público buscando a mi compañero, que tiene una copia, y, levantando las cejas hasta la altura del flequillo, le hago indicaciones. No me entiende. “¡Pisha, ven!”, en andalú (lo de “pisha” no lo habrán entendido, espero).

Aprovecho para explicar mi atuendo. Me lío con mi inglés porque eso no estaba en el guión, pero consigo hacerme entender y, de nuevo, hacer reír al público, que me aplaude. Mientras, lanzo la presentación y… ¡horror, no es mi conferencia! “¡Pepe, caraho! ¿Te importa?”, en castellano y chillando (lo de “caraho” no lo habrán entendido, espero). Risas. Pepe vuelve al ordenador. “Excuse me”, otra vez.

Finalmente, mis diapositivas se proyectan. Avanzo hasta la que toca. “Great! Here you are…”. Y la presidencia me dice: “Just five minutes”. “Ah, no!”. Aguanté estoicamente las múltiples advertencias de tiempo y terminé mi conferencia. Por mis cohones.

(Ésta es una historia real. Le ocurrió a unos de mis hermanos no hace mucho. Me he permitido contarla en primera persona, con alguna licencia. Gracias, J. Ramón).

domingo, 4 de noviembre de 2012

292. Diálogo sin sentido, en 400 palabras (doscientas seis).

Diálogo sin sentido

—Buenos días.
¡Buenos días!
—Parece usted muy contento, ¿no?
¡Sí, lo estoy!
—Pues me alegro, pero no hace falta que chille, le oigo bien.
¡Ah, perdone! pero, ya sabe, la alegría…
—Así está mejor.
—Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?
—Pues, verá, tengo un caso muy complicado.
—No se preocupe, aquí estamos para resolver sus problemas.
—Bien, muchas gracias, pero no creo que puedan.
—¿Que no? ¿Y cómo lo sabe?
—Porque es la quinta vez que vengo.
—Ya. ¿Y con quién habló?
—Pues con varios. Dos veces con esa compañera suya, la que está ahí al fondo, otras dos con un señor calvo, que creo que está a punto de jubilarse, y la otra con una joven muy simpática.
—¿Y?
—Nada, no me ayudaron.
—Lo suponía, pero, verá. Esa compañera que usted señala es una inútil, lo sabe todo el mundo, pero ahí sigue; dicen que le gusta mucho al jefe, no sé si habrá algo más. El compañero calvo se jubila el mes que viene, efectivamente, y presume de que todo le importa un bledo. Y la joven simpática es eso: una joven muy simpática, pero que está aprendiendo.
—Oiga, apenas si le oigo.
—Ya, acérquese. Digo que los tres son unos incompetentes por una u otra razón, y comprenderá que no se lo puedo decir en voz alta, que me pueden oír.
—Entiendo.
—Bien, cuénteme su problema.
—¿Seguro? Es un tema muy complejo.
¡No importa! Para eso estoy aquí.
—No chille, por favor.
—Vaya, perdone. Es que estoy contento.
—Sí, ya me lo dijo. Y yo le dije que me alegro, pero que no hace falta que grite.
—Cierto. Perdóneme, pero ¡es que soy tan feliz!
—Me alegro, me alegro. Pero lo puede decir con un tono normal, no soy sordo.
—Sí, sí, claro.
—Y dígame: ¿por qué es usted tan feliz? No es que me importe mucho pero, efectivamente, desborda usted felicidad.
—Si quiere que se lo cuente… pero usted no ha venido aquí para felicitarme, ¿verdad? Ha venido a resolver su problema.
—Claro, a eso he venido, sí.
—Pues dígame.
—Verá, no sé por dónde empezar. ¿Ha hablado usted con sus compañeros inútiles?
—¡Shsh! No grite, que le oyen.
—¡Caramba! Perdone. Le preguntaba que si ha hablado con ellos sobre mi caso.
—No.
—Pues no voy a contarlo otra vez.
—Entonces, ¿cómo le ayudo?
—No sé. Es su problema... mejor me voy.
Sí, mejor.