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domingo, 21 de octubre de 2012

290. De noche, en 400 palabras (doscientas cuatro).

De noche

Sobre las siete y media de la tarde, no sé a qué hora exactamente, se pone el sol en Madrid. Deberían encenderse las farolas, pero parece que el Ayuntamiento pretende ahorrar y no, no se encienden sino más tarde, o nunca, que no lo sé. Yo paseaba con mi perrita Pizca por el parque que tengo enfrente de casa. Estaba oscuro, pues el sol se había ocultado y las farolas seguían apagadas, creo que ya lo dije. Mi perrita se paró a comer algo del suelo y no la vi. Mi pie derecho tropezó con ella y, para no pisarla con el izquierdo, di una larga zancada. En mala hora: mi pierna izquierda, entera, penetró en un profundo agujero que no pude ver, pues, como digo, era de noche y las farolas estaban apagadas. La derecha, la pierna, fue arrastrada por la izquierda, la pierna, mientras mi cara daba de lleno contra el borde del profundo agujero. Rebotó y, no sé cómo, cayó hacia abajo en el agujero que, además, era estrecho. Quedé como sigue: mi cabeza, en el fondo del agujero, que tenía treinta centímetros de barro; mi pierna izquierda, en posición inverosímil; mi pierna derecha, doblada contra natura por la rodilla, con su pie, el derecho, finalmente sobre mi pobre Pizca, que ladraba frenéticamente, con razón; mis manos sobre el barro, sosteniéndome para evitar que mi cabeza se enlodara aún más; Pizca, arrastrada por la correa que sujetaba en mi mano izquierda, pisada por mi pie derecho que no podía mover. Sentía un tremendo dolor en mi rodilla derecha. Grité, pero el profundo y estrecho agujero absorbía mis gritos. Intenté mover mi pierna izquierda y utilizar el borde del agujero como punto de apoyo. Pensé que con las manos podría ir empujando hacia afuera, haciendo fuerza sobre la pared del hoyo. Pero no. Maniobra inútil. Me dio la risa, que me quitó las pocas fuerzas que ya tenía. Al reír se me saltaron las lágrimas, se me aflojaron las manos y mi cabeza entera se sumergió en el barro. Pizca seguía ladrando, la podía oír como en la lejanía, por el lodo que inundaba mis oídos. A duras penas empujé mi cuerpo hacia arriba y saqué la cabeza del barro para respirar. La risa se me había cortado.

Como era de noche y las farolas estaban apagadas, no pasaba nadie por allí. Pizca, cansada, se calló.

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