Bienvenido a este mi cuaderno de bitácora

Querido visitante: gracias por pasar por aquí y leerme.
Aquí encontrarás ligeros divertimentos y algunas confidencias personales, pocas.
A mí me sirve de entretenimiento y si a ti también te distrae, ¡estupendo!.
Si, además, dejas un comentario... ¡miel sobre hojuelas! Un abrazo,
Guarismo.

sábado, 29 de enero de 2011

201. Enfado, en 400 palabras (ciento treinta y cinco).

Enfado

No se me quitaba de la cabeza. Una estúpida e inoportuna tontería produce un tremendo enfado. No hay razón para la tontería, aunque sí buena intención, y sí razón para el enfado, porque llueve sobre mojado. No es el hecho aislado en sí, sino el cúmulo de hechos semejantes en un relativamente corto periodo de tiempo. Y eso exaspera y termina enfadando, con razón.

Y no se me quitaba de la cabeza. El enfado duró unas 24 horas, 24 horas que sufrí silencioso, sin atreverme a tocar el tema. Ni siquiera a pedir perdón, por no reavivar las llamas. Lo mejor era no meneallo, ignorarlo, en apariencia, y hablar de cosas intrascendentes, de pocas, y con pocas palabras. Ni mirarnos a los ojos siquiera, por si acaso. Había que dejar pasar el tiempo como única medicina.

Cada parte hizo su vida normal, pero mostrando una frialdad que se notaba de lejos. Apenas monosílabos como respuestas a preguntas lo más cortas posibles, y muy espaciadas. Charlas con otros, aparentando de manera forzada una normalidad que no era tal. No creo que se notara. Luego, solos, silencio. Si acaso un comentario breve a una película de la tele, para sondear. Respuesta breve, sin abrir diálogo.

Rostros serios. Tristeza interior, insuperable. 24 horas sin sentido. Esperanza, pero sin saber hasta cuándo. Todo llega, sí, pero el silencio duele hasta entonces. Noche amarga, mañana amarga, tarde esperanzada, muy larga.

Lo bueno es que el sustrato es bueno y, al final, todo lo supera. Pero 24 horas de sufrimiento, esperanzado, eso sí, no hay quien te las quite. Cuentas las horas, no sabes cuándo actuar. Mejor, esperar. ¿O no? Nunca se sabe. Opté por hacerlo, sin que se me quitara de la cabeza. Cuando, por la mañana, jugué al squash, perdí, como era de esperar, aun teniendo un 11-4 a mi favor, sobre 15, para el 2-2. Luego, me distraje como pude, lo traté de asimilar, traté de entenderlo y de darle la razón. Pero no fue fácil, pues la angustia me impedía meditar. Entonces pensaba en otras cosas, aunque no me concentraba; leí, pero tenía que releer casi cada página; vi la tele, pero no me enteraba de nada; di un paseo, pero de poco me sirvió salvo para pasar frío; me senté al ordenador, leí la prensa, como por rutina, sin asimilar las noticias.

Y, por fin, llegó la reconciliación. ¡Bendita sea!

sábado, 22 de enero de 2011

200. Reencarnación, en 400 palabras (ciento treinta y cuatro).

Reencarnación

—¿Quién soy?
—Eres tú.
—Eso ya lo sé. Te lo pregunto de otra forma: ¿qué soy?
—Mírate.
—Me veo rara. Tengo muchas patas.
—¿Cuántas? Cuéntatelas.
—Una, dos, tres,... ocho. Tengo ocho patas.
—Sí. Es lo normal.
—¡Cómo que lo normal! Yo antes tenía dos, nada más que dos.
—Ya, pero ahora no.
—Pero tú tienes dos.
—Bueno, porque tú me ves como quieres verme. Yo no tengo forma. Es frecuente que eso ocurra: que me veas como un ser de tu anterior reencarnación.
—¿Reencarnación?
—Sí, te has reencarnado.
—Y tú, ¿quién eres?
—Yo soy el encargado de presentarte en tu nuevo mundo.
—¿Nuevo mundo?
—Sí. Ya ves que eres diferente. Tienes ocho patas.
—¿Tienes un espejo? Quiero verme.
—Los de tu especie no se miran al espejo.
—Y que yo sepa tampoco hablan. Al menos los humanos creían que sólo hablaban ellos.
—Craso error. Todas las especies de animales hablan.
...
—Quiero llorar, pero no puedo. No sé qué hago aquí ni de qué voy a vivir.
—Los de tu especie no lloran.
—¿Y qué voy a comer? ¿Y en qué voy a trabajar? ¿Y dónde voy a dormir? ¿Y con quién hablaré? ¿Y dónde me ducho? ¿Y en qué me voy a desplazar? ¿Y no tengo tele?
—No, aquí no hay tele, salvo que el azar te lleve a una de los humanos. Para lo demás, sigue tu instinto. Tu instinto es muy fuerte.
...
—Ya sé lo que soy.
—Ya era hora.
—¡Una araña hembra!
—Sí.
—¡No quiero ser una araña! Cuando era mujer me daban un miedo horrible. ¡No las soportaba!
—Ya.
—Ahora me doy miedo a mí misma. Mira mis patas peludas. ¡Me quiero morir!
—Tienes que aprender a soportarte. Para eso estoy yo aquí.
—¡Y qué vas a hacer! ¡No me gusto! ¡No me aguanto! ¡Me da asco tocarme!
—Ser araña tiene sus ventajas. Sueltas seda por tus hilas y puedes colgarte de ella, balancearte, tejer una telaraña para cazar a tus víctimas, envenenarlas con el veneno de tus quelíceros y luego comértelas. Puedes vivir en soledad, no hace falta que hables con nadie, excepto cuando tienes que aparearte. Entonces te buscará el macho y te hará la corte con sus pedipalpos. Si no te gusta, te lo comes, eres más grande que él. Si te gusta, puedes dejar que te haga el amor y luego te lo comes también.
—Bueno, si es así...

sábado, 15 de enero de 2011

199. ¿Cómo estás?, en 400 palabras (ciento treinta y tres).

¿Cómo estás?

—¿Cómo estás?
—Bien, si no entramos en detalles.
—¿Qué detalles?
—¿Qué quieres que te cuente?
—Quiero que me cuentes todo, y con detalle.
—¡Vaya! Pues siéntate, que va para largo.
—¿Tan mal estás?
—No, yo no he dicho eso. He dicho que te sientes.
—¿Tanto tienes que contarme?
—No, en principio, pero si me pides detalles te los daré.
—O sea que no estás bien, ¿no?
—Vamos a ver: lo que te digo no indica que esté mal. Estoy bien, pero si te cuento todo creerás que no lo estoy tanto, cuando no es cierto.
—Pero antes me has dicho que estás bien si no entras en detalles.
—Es una forma de hablar; siempre hay algo, pero estoy bien.
—Me preocupa que me preguntes que si quiero que me cuentes. Eso es que algo te preocupa y no estás del todo bien.
—Insisto, es una frase hecha; estoy bien. Pero, si quieres, te cuento.
—¿Qué me vas a contar?
—Puedo entrar en detalles, contarte mi vida, mis preocupaciones, mis problemas, mis cuitas en definitiva, y también mis alegrías, mis satisfacciones, mis anhelos, mis planes... en fin, puedo contarte lo que tú quieras.
—No te enrolles. Sólo quiero saber cómo estás.
—Pues ya te lo dije: bien.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Entonces, ¿por qué me dices que me vas a contar todo eso?
—Porque tú me lo has pedido.
—No, te confundes. Sólo me interesa saber si estás bien. Lo demás me trae al pairo.
—Bueno, pues si te digo que estoy bien, ¿por qué lo dudas?, ¿por qué preguntas otra vez?
—Sólo te pregunté una vez.
—No es cierto. Van por lo menos tres veces, o cuatro, y no te crees lo que te digo.
—Sí que me lo creo, pero tú me haces dudar.
—O sea, que no te lo crees.
—Sí.
—Sí qué, ¿que no te lo crees, que dudas, o que aceptas que estoy bien?
—Pues no sé, me estás haciendo un lío.
—Tú sabrás lo que quieres saber.
—Vamos a ver como te lo explico. Mi pregunta es muy sencilla: ¿CÓMO ESTÁS?
—Qué quieres, ¿empezar otra vez?
—Sí.
—Vale. Pregunta.
—¿Cómo estás?
—Bien. ¿Y tú?
—Bueno, más o menos.
—Vaya, cuéntame. ¿Qué te pasa?
—No, nada.
—¿Y a qué viene ese más o menos? Será por algo.
—No, por nada. Es que quizás me preocupo por ti.
—Pues no debes preocuparte, ¡joder!, ahora me preocupo yo.

domingo, 9 de enero de 2011

198. Mal día, en 400 palabras (ciento treinta y dos).

Mal día

Se levantó aquel día con el pie izquierdo. No cabía duda. Había dormido mal y el maldito despertador le sorprendió en su sueño más profundo. Pero aquel día no podía permitirse el lujo de llegar tarde, así que se levantó como pudo, puso primero el pie izquierdo sobre el suelo, pisó la fría losa que la alfombra, desplazada, había dejado desnuda, soltó un taco, buscó sin éxito las zapatillas y decidió salir descalzo a desayunar. Calentó el café del día anterior y vertió en la taza los restos de la botella de leche que anoche había dejado cerca del radiador. La leche, claro, estaba cortada. Tiró todo y preparó la cafetera para hacer café. Sacó una nueva botella de leche del frigorífico. Esperó impaciente el ruido que hizo la cafetera italiana cuando el café subía a borbotones. Se sirvió de nuevo. Echó azúcar, que era sal. Alguien le había cambiado de sitio el tarro de azúcar por el tarro de sal, que eran inexplicablemente iguales, salvo que en uno ponía azúcar y en otro sal, pero en letras que a las seis de la mañana y muerto de sueño no se distinguían. Ni siquiera intentó leerlas, lo que hace la costumbre. Escupió el café soltando otro taco. Se sirvió por tercera vez, pero echó poca leche y se quemó. Dejó el café y se fue al cuarto de baño. Se afeitó y se dejó la cara como un cristo. Se fue a duchar. Pisó restos de jabón líquido que alguien dejó vertido en la bañera y resbaló. No se abrió la cabeza, a pesar del golpe, pero se torció la muñeca de la mano derecha. Le dolía, y también la cabeza. Se duchó al fin, se secó y se vistió a duras penas. La muñeca se le hinchaba por momentos. No podría conducir. Ya en la calle, llamó a un taxi; y a un segundo y a un tercero. Pasaron unos veinte, ocupados todos. Por fin le para uno y dudó si decirle al taxista lléveme a urgencias o a la oficina. Optó por lo segundo. Sale del taxi y diluvia; no lleva paraguas ni gabardina y el agua le cala hasta los huesos. Mal asunto presentarse así ante sus nuevos clientes, que ya le esperaban en la sala de reuniones. Disculpas, dijo, mientras tropezaba con la pata de una silla y caía al suelo cuan largo era.

sábado, 1 de enero de 2011

197. Un buen día, en 400 palabras (ciento treinta y una).

Un buen día

Se levantó contento. Desayunó lo que le gusta mientras escuchaba la música que le gusta, que tarareó luego en la ducha. Hizo repaso de los temas pendientes mientras se afeitaba y comprobó que todo estaba en orden. Ningún problema, todo bajo control.

Poco tráfico para ser miércoles, quizá era algo más temprano que de costumbre. Encontró aparcamiento a la primera, sin necesidad de dar las consabidas vueltas por las calles circundantes. Una vez sentado a su mesa, tras un alegre buenos días a sus compañeros, leyó el correo. Nada relevante, salvo innumerables felicitaciones de Navidad a las que respondió atentamente. A varias, cariñosamente. Ningún mensaje de alerta, ningún tema urgente, ningún asunto que requiriese su inmediata atención. Se le presentaba un día tranquilo. Planificó las actividades del día como era su costumbre, tras comprobar la agenda, y realizó varias llamadas a clientes para revisar algunas operaciones que, simplemente, le habían llamado la atención. Todo correcto.

A última hora de la mañana tenía reunión con su jefe para rendirle cuentas de su actividad durante el año que estaba a punto de expirar. Revisó el informe que había preparado días atrás y retocó apenas un par de líneas. No se quejaría su jefe, esperaba, de su rendimiento y buen hacer. Esa expectativa era, quizá, la que le producía tanto contento esa mañana.

Reunión satisfactoria, con felicitación incluida y una suculenta subida salarial para el año que entraba. No podía quejarse. Su progresión en la empresa era destacable, cierto es que se dejaba la piel y ponía su máximo interés en hacer bien las cosas. Aunque él reconocía que no tenía ningún mérito: le gustaba lo que hacía.

A su vuelta a casa se conectó a Internet y comprobó los décimos de lotería que jugaba. No esperaba el gordo, pero no le fue mal. No le tocó mucho, aunque compensó con creces su inversión, unas cinco veces, casi seis.

Día redondo. Para celebrarlo, decidió salir con unos amigos. Pago yo la primera ronda, dijo, que hoy he tenido un buen día. Lo fue a explicar, pero su mirada se fijó en una chica al otro extremo de la barra, mirada que fue correspondida con la misma intensidad que la suya. Oía la cháchara de sus amigos, pero no los escuchaba. Su atención se centró en ella. Tras dudar unos instantes, se le acercó: ¿puedo invitarte? Y la invitó. E intimaron.