Bienvenido a este mi cuaderno de bitácora

Querido visitante: gracias por pasar por aquí y leerme.
Aquí encontrarás ligeros divertimentos y algunas confidencias personales, pocas.
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Guarismo.

domingo, 26 de diciembre de 2010

196. Es hora de decidir, en 400 palabras (ciento treinta).

Es hora de decidir

Sí, ya es hora. Después de varios años de sequía, creo que debo decidir ya. Con el año nuevo. No puedo seguir inactivo en algo que me gusta, aunque no sé si sirvo para ello. No importa. Me gusta y punto. Lo prometo: con el nuevo año, empiezo. O continúo. Primero, debo reemprender y terminar “El número 29”, novela para chavales que tengo empezada. Fecha límite: el verano. Después abordaré otra que esbocé hace tiempo. Necesito actividad, no vale pasar las horas muertas, aunque tampoco es que las pase sin hacer nada: leo, charlo, veo algo de TV (series grabadas, sólo las de calidad), pero hay tiempos muertos que debería dedicar a escribir. He de mentalizarme y esforzarme. He de motivarme y recuperar la costumbre que tuve durante un tiempo. Aunque escribir no es sólo costumbre: es esfuerzo. Con el esfuerzo diario se obtiene la costumbre y quizás cuesta menos, pero no deja de ser esfuerzo. Es voluntad, fuerza de voluntad. Cuesta mucho a veces. Pero la echo de menos. Da satisfacción, mucha, ver la obra acabada. Siempre con la incógnita de si es buena, o suficiente, o no. De si gustará o se abandonará su lectura tras sus primeras páginas. Es la eterna duda.

De las tres novelas que escribí me celebraron la primera, me aceptaron la segunda, incluso con crítica positiva, y me pusieron a caer de un burro la tercera. Fui de más a menos. Es decepcionante, aunque yo ya lo sabía: la primera la escribí con entusiasmo en un año; la segunda la escribí convencido, pero tardé más de tres años; la tercera, casi cinco y lo hice porque me empeñé en que fuera una trilogía. Y la escribí casi por obligación. No me gustó la primera versión y la cambié. Pero no a mi satisfacción, y la cerré finalmente: llevaba demasiado tiempo con ella.

Ahora, finalizando 2010 y ante un nuevo año, es tiempo de compromisos (que, por cierto, yo nunca me hago en estas fechas, pero haré una excepción: lo necesito).

Buscaré energía, brío y entusiasmo. Sembraré semillas en mi cabeza para que provoquen que mi imaginación se desborde y sea capaz de crear. Me concentraré. Sufriré, lo sé, ante la pantalla en blanco y el teclado silencioso, mientras las neuronas se rebelan y se niegan a pensar. Habré de aprender a domarlas de nuevo para el oficio de escribir.

domingo, 19 de diciembre de 2010

195. Cosas que ocurren, en 400 palabras (ciento veintinueve).

Cosas que ocurren

No me lo creía. Estaba como un idiota mirando a Ester, la empleada del despacho de loterías, que ya estaba de fiesta, y escuchando simultáneamente el grito que pegaba. Miré hacia atrás, no podía creer que me hubiera tocado a mí. Era mucho dinero. “Cálmate, Ester, dime lo que me ha tocado y dime que no me estás engañando y no te confundes”. “¡No me confundo, no te engaño! ¡Tienes el gordo, el premio más gordo que ha dado jamás esta administración!”. “Pero eso es mucho dinero”. “¡Sí, mucho, mucho!”. “¿Y qué hago?”. “Tendrás que ir a un banco”. “No me lo creo, no me lo puedo creer, es mucho dinero”. “Hasta ahora eres el que más tiene, lo demás está muy repartido”. “Y eso que intercambié varios...”, dije finalmente pensando en la suerte que había repartido entre mis hermanos y mis amigos.

Seguí atontado unos segundos, sin creérmelo. Miraba alternativamente a ella, atónito, y la pantalla de la maquinita que mostraba una cifra con muchos ceros. “¿Todo eso me ha tocado a mí?”. “Sí, todo eso es tuyo, ¡enhorabuena!”. “Bueno, bien, bárbaro... y, ahora, ¿qué hago?”. “Toma los décimos y vete a un banco; te los pagan allí”. “Vale, bien, muchas gracias, vendré luego”.

Guardé los décimos como oro en paño, sin soltar la mano de la cartera. Entré en un bar a tomar café y calmarme un poco. Llamé a mi mujer. “Nos ha tocado”. “¿Qué?”. “Que nos ha tocado el gordo”. “¿En serio?”. “En serio”. “Y qué vamos a hacer?”. “Y yo que sé; de momento ingresarlo en algún banco; luego, veremos”. “¿Cuánto ha sido?”. “Bastante”. Le conté los detalles. “¡Qué barbaridad, no me lo puedo creer!”. “¡Pues créetelo, que es verdad! Aunque a mí también me parece mentira”. “Ahora mismo llamo a los niños”. “Espera, no les digas nada, diles que vengan a casa esta tarde y se lo decimos los dos”. “Habrá que compartirlo”. “¡Claro!”.

Fui a un banco, negocié, no me gustó. Fui a otro, tampoco. Me fui al mío de siempre y allí los ingresé. “Ya negociaremos las condiciones”, dije, y me fui. Deambulé pensando si iría a trabajar o me cogería el día de vacaciones. Tenía que hacer cuentas. Lo dejaría para la noche, cuando estuviéramos todos. Entonces decidiríamos. Me fui a trabajar, aunque llegué tarde. No dije nada. Como si tal cosa no me hubiera ocurrido a mí.
Y aún no me ha ocurrido...

domingo, 12 de diciembre de 2010

194. A la búsqueda del camino, en 400 palabras (ciento veintiocho).

A la búsqueda del camino

Estaba desorientado. Salió a la calle como siempre y no la reconoció. Se dispuso a andar camino de su destino, como todos los días, y se encontró perdido. Tenía la sensación de que ya le había pasado lo mismo en semanas y meses anteriores, pero sabía que siempre había encontrado el camino, aunque algún día le costara más que otros. Hoy, en cambio, era distinto. Estaba confuso. No reconocía los edificios colindantes, no reconocía las calles. Le sonaba a nueva la cafetería que hacía esquina y la tintorería que estaba al lado. Juraría no haberlas visto nunca. Se enfrentó a un semáforo que no recordaba y cruzó como si no estuviera allí, a riesgo de ser atropellado. De hecho, el frenazo en seco de un autobús le salvó la vida. Al conductor no le dio tiempo ni a tocar el claxon, los viajeros cayeron unos sobre otros, debió haber algún herido, pero él ni se enteró. Cruzó la calle y siguió adelante, aunque sin saber dónde estaba ni adónde tenía que dirigirse. Miró el reloj: le pareció que era tarde, pero no estaba muy seguro. Se paró en la acera y miró los edificios a ambos lados de la calle. Los veía altísimos, estilizados, todos de un color gris cemento con ventanas largas y estrechas. No alcanzó a contar los pisos; la vista se le perdió a la mitad, cuando había contado cuarenta y siete. Juraría que nunca los había visto. “Me he confundido”, se dijo, “he cogido una calle nueva”. Miró el nombre de la placa en la siguiente esquina: “no, no me he confundido, ésta es mi calle”. Volvió, perplejo, a mirar hacia arriba y sintió como si los edificios se le vinieran encima, de tan altos. Grises, los edificios eran todos de color gris. Grises eran las aceras y la calzada, grises los carteles de los comercios. Hasta el cielo, cubierto de nubes, era gris. Comenzó a andar de nuevo, buscando colores distintos, buscando cómo orientarse para encontrar su camino. “Este camino lo he recorrido miles de veces”, se decía, “tiene que estar por aquí”. Anduvo sin rumbo toda la mañana. Miraba la hora de vez en cuando y siempre le parecía que era algo tarde, pero nunca estuvo seguro. Una cierta resignación le envolvía la consciencia, una cierta tristeza le atenazaba levemente el corazón, pero él seguía caminando buscando el camino.

lunes, 6 de diciembre de 2010

193. Comemos allí, en 400 palabras (ciento veintisiete).

Comemos allí...

Un pequeño caos, ayer domingo. Lo cuento.

Por la mañana, temprano, fuimos a navegar con los WINDreamers a la playa. A una de esas playas de Cái, enorme, con kilómetros de arena húmeda y compacta, marea baja, viento del Suroeste de unos 15 nudos, aunque racheado. Lluvia, frío, pero una delicia recorrer la playa a bordo de un WINDreamer, volando, volcando, navegando a velocidades superiores a 40 Km/h. Adrenalina a flor de piel. Placer indescriptible. Ya conté en otra entrada de esta bitácora lo que es navegar en la playa con un carro a vela, con un WINDreamer: seguro, apasionante, placentero... una gozada, en fin.

Éramos un montón: diez de doce hermanos con cónyuges e hijos. Todo rueda de maravilla, como los WINDreamers... ningún incidente, alegría, risas, pasión...

Sube la marea, y el frío y la lluvia arrecian, y hay que dejar la playa. Recogemos los carros a vela. Hablamos de comer juntos. Vale, ¿dónde? Pues no sé. Pues allí, pues aquí, pues faltan algunos, pues que vengan. Somos treinta y tantos. Vamos a R. a tomar pizzas. Pero allí no se puede entrar sin pase. Podremos entrar unos 20, que hay cuatro pases y por cada uno dejan a cinco. Pues yo me quedo fuera, que ya fuimos muchas veces. Ni hablar. Yo he venido aquí a veros y tenemos que comer juntos, así que busquemos otro sitio. No, no, nos apañamos, seguro que entramos. Ya, pero es una idiotez ir tan lejos; yo vengo aquí a comer pescaíto frito, no pizzas. Y ya son las tres, hay que decidir. Pues no entramos. Pues yo no voy. Es una pérdida de tiempo. Y tengo hambre.

En resumen: llegamos todos a las puertas de R., algunos rezagados, que se perdieron, las cuatro ya. Dos de los que tenían pase ya estaban dentro y no quería salir: una llama a otra y la otra le cuelga el teléfono. ¡Me ha colgado minhhhmana!, ¿será posible? ¡Y ahora apaga el teléfono! Pues no entramos. ¡Que sí! ¡Qué no! Pues yo me voy. ¿A quién se le ocurrió venir aquí? Es una idiotez. Me cabreo y suelto tacos en castellano y en arameo. Me subo al coche. Arranco. Me paran. Me convencen. Vuelvo a soltar tacos, me enfado más. Al final entramos todos, haciendo todas las trampas posibles.

Pido disculpas por mi enorme cabreo y los tacos... Las pizzas estaban riquísimas. Repetí.