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miércoles, 10 de junio de 2009

114. Bendita rutina, en 400 palabras (setenta y cinco).

Bendita rutina

Salí pronto de casa aquella mañana, quizá algo más de media hora de la hora acostumbrada. Yo soy un animal de costumbres: de lunes a viernes siempre me levanto a la misma hora y siempre salgo de casa cuando las manecillas marcan las 7:55. Siempre. Bueno, algún día unos minutos antes o después, tampoco voy a engañarme.

Pero aquella mañana eran las 7:25. Me encontré raro sin coincidir con mis vecinos de todos los días, “Hola”, “Hola”, “¿Qué tal, cómo estás?”, “Bien, ¿y tú?”; ni con esa chiquilla que, al ir al colegio, esperaba a su novio en el semáforo y, cuando él llegaba, se morreaban un poquito para empezar la mañana; ni con el simpático barrendero con su carro, “¡Hasta luego!”, “¡Hasta luego!”; ni con la viuda paseando a su perro, “Buenos días”, “Buenos días”; ni a esa chica tan guapa que salía del portal de enfrente a la misma hora que yo todos los días; ni con el autobús que conducía una conductora rubia. Sí, todos ellos eran tan puntuales como yo, todos los días. Por eso aquella mañana me encontré algo desorientado. Miré a todos lados como buscándolos y vi algunos personajes nuevos, pero no me llamaron la atención en absoluto. Nadie destacaba. Estaba amaneciendo y se apagaban las farolas, ¡qué casualidad!, justo cuando salía de casa; ése fue el único hecho relevante.

Arranqué el coche y me dirigí a la oficina, como todos los días. El atasco era menor, algo gané. Ya conduciendo, me pregunté que por qué aquella mañana había salido de casa antes que nunca. Eché de menos los encuentros acostumbrados que, aunque efímeros, formaban parte del ritual diario. Aquella mañana no pude ver a esa chica tan guapa que salía del portal de enfrente a la misma hora que yo todos los días. Me perdí cómo iría vestida y no pude disfrutar fugazmente de su belleza. A ella no la saludaba, no tenía confianza, sólo la miraba. Ella lo sabía, porque creo que, cuando la miraba, se contoneaba con coquetería.

Me respondí que no había ninguna razón especial para haber salido antes aquella mañana; simplemente, me desperté más temprano y seguí con mi rutina. Sentía un cierto vacío interior y a punto estuve de dar la vuelta, aparcar el coche, subir y bajar de nuevo a las 7:55. Pero no lo hice. Me habría sentido ridículo repitiendo la salida de casa.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Deberías hacer un relato hablando de justo lo que no has hablado aquí. De lo absurdo que se siente un hombre maduro volviendo a su casa para esperar veinte minutos y poder ver a esa chica que sale siempre a la misma hora: la suya.
¿Qué te parecería?
Recalcando lo absurdo, lo gris, lo vacía que estaba su vida sin esas costumbres a las que se había acostumbrado.

Un beso, Miguel.

Guarismo dijo...

Gracias, Fusa. Pero ya escribí algo parecido en "48. El ascensor"...

Un abrazo, niña