Bienvenido a este mi cuaderno de bitácora

Querido visitante: gracias por pasar por aquí y leerme.
Aquí encontrarás ligeros divertimentos y algunas confidencias personales, pocas.
A mí me sirve de entretenimiento y si a ti también te distrae, ¡estupendo!.
Si, además, dejas un comentario... ¡miel sobre hojuelas! Un abrazo,
Guarismo.

sábado, 24 de mayo de 2008

50. Disfrute, en 400 palabras (treinta).

Disfrute.

Uno, debe ser por los años, empieza a disfrutar de las cosas pequeñas. Antes también, pero quizá menos. Antes disfrutaba las cosas de importancia, que las deseaba muchísimo. En casa, en el trabajo, en el amor –sobre todo en el amor–, con la familia, con los amigos. Disfrutaba de las cosas materiales, una casa nueva, un coche nuevo, un nuevo equipo de música, ¡un ordenador nuevo!... Disfrutaba todo a tope, que siempre fui muy pasional.

Los años me han cambiado. Ahora, que tengo enta y tantos –aún soy joven, me quedan años para la jubilación, pero ya no tanto (ni por joven ni hasta el júbilo)– resulta que aprecio detalles que antes me pasaban desapercibidos o no los disfrutaba. Desde hace algún tiempo tengo la sensación de que aprecio más plenamente un beso, un gesto, una canción, un piropo –que aún hay quien me lo echa–, un libro, una sinfonía, un gracias o un te quiero. Lo disfruto más. Lo paladeo, lo interiorizo, lo gozo. A veces, sonrío; a veces, hasta me río, cosa que me sorprende, pues he pasado mucho tiempo sin reír. Y hay cosas que me emocionan hasta hacerme saltar las lágrimas –bueno, esto no es por la edad, que también, que me sucede hace ya años, quizás desde siempre; aunque, ahora, más.

Ahora disfruto, por ejemplo, con este mundo de las bitácoras, que siempre me pareció una estupidez, un sinsentido, hasta que me metí en él y lo descubrí. ¿Qué me puede interesar a mí lo que escriban otros? me decía; hasta que descubrí una fábrica y unos lunes y unas palabras y unas fotos y comencé a disfrutar lo que otros publican, dicen, cuentan y escriben. Mi círculo de bitácoras es reducido pero, creedme, lo disfruto.

El hecho es que uno aprende con la vida, como es natural, aunque creo que hay cosas que deberíamos aprender antes y no esperar tanto para ser conscientes de ellas. A los jóvenes, siempre que tengo ocasión, se lo digo, “disfrutad también de las pequeñas cosas, que al final son las que valen”, pero debe ser que no siempre sé explicarlo porque no me entienden, o no me hacen caso.

¡Ah, si pudiera yo volver atrás y gozar de tantos momentos que desperdicié, de aquellos instantes que no disfruté, de tantos detalles que desprecié, de tantas personas que no escuché, de aquellos gestos que no gocé!

jueves, 15 de mayo de 2008

49. Hartura, en 400 palabras (veintinueve).

Hartura

Hoy estoy harto. Estoy harto una jartá, como dicen en mi tierra. Todo empezó esta mañana. El despertador, que me suena todos los días, hasta los domingos, que me olvido cambiarlo, no sonó. No sé qué puñetas le pasó, pero no sonó. No me despertó, claro, y yo tampoco me desperté porque anoche zapeé en la caja tonta y me desvelé pensando en el día de hoy, mi gran oportunidad profesional. Tenía una reunión importante a las nueve y me despertó a las ocho y diecisiete una excavadora maldita –bendita, en este caso– de la obra que tengo enfrente. Tenía que asearme y sacar al perro antes de salir de casa. Tomé sólo café, renunciando a lo mejor de la mañana, la naranja, y al mejor pitillo del día, y me afeité, me duché y me vestí en menos de seis minutos, recordando mis tiempos de la mili. Todo un récord. Mientras me vestía advertí a mi perro: hoy sólo una meada, larga si quieres, que tengo prisa. Bajamos, fumé el mejor pitillo del día, con tiempo, porque mi perro, como era de esperar, no me entendió, meó cinco veces y cagó dos. Aún así, a las nueve menos veinte estaba buscando taxi a la intemperie, con un frío de mil pares de narices y sin abrigo, que lo olvidé en casa. A las nueve y cuarenta minutos llegaba a las oficinas del cliente. Lo del taxista… mejor no contarlo. Por fin, llego. Control de seguridad, tres personas delante de mí. Enciendo un cigarro, estoy casi en la calle y supongo que puedo. No puedo. Lo apago. Subo. La secretaria me dice que ya están reunidos con otro proveedor; le ruego, le suplico, me recuerda que llegué tarde, “vuelva Ud. mañana”. Me voy. Diluvia, no encuentro taxi. Me calo y comienzo a temblar como un pajarillo mojado. Entro en una cafetería. Pido café muy caliente, me quemo pero aguanto… entro en calor. Me sereno, dejo de temblar, enciendo un pitillo, ¡ah, pobre de mí! Un camarero y una cliente se abalanzan sobre mí: “¡Eh, que está prohibido fumar!, ¿es que no conoce la ley?”. Me voy a la puta calle, pero no pago, que se jodan. Sale la señora que me increpó, me mira con una sonrisa de asco y me dice: “¡Qué! Fumando en la calle, ¿no?”, “No, señora, estoy echando un polvo, ¿no me ve?”. “¡Grosero!”. “¡Entrometida!”.

sábado, 10 de mayo de 2008

48. El ascensor, en 400 palabras (veintiocho).

El ascensor

Me levanté, como siempre, a las seis y media de la mañana; antes había oído el despertador a las seis y veintidós, como todos los días, y había disfrutado de ese duermevela hasta que sonó otra vez; me levanté como un autómata, sin pensar apenas, y enfundé mis pies en las zapatillas que me esperaban sobre la alfombra. Era el momento de hacer mis ejercicios de abdominales y, como siempre, los dejé para más tarde. Para desayunar, una naranja y luego café con leche y galletas con mantequilla. Entre medias, un vaso de agua fresca, y luego el pitillo, el mejor cigarro del día. Me afeité y me duché, como siempre. Me vestí: camisa blanca, corbata azul, traje gris marengo, calcetines y zapatos negros, como siempre. Los calzoncillos, blancos con rayas rojas. Ya no hice mis ejercicios de abdominales, los haría al día siguiente. Miré el reloj. Dos minutos. Encendí otro pitillo, le di tres caladas y lo apagué. Cerré la puerta con llave, al salir, y llamé al ascensor, que ya bajaba. Al abrir la puerta estaba ella, como todos los días. Ella es la vecina del piso decimosexto, yo vivo en el decimocuarto. Bella, como siempre, aquel día vestía una falda negra, pocos centímetros por encima de las rodillas, que miré a hurtadillas unas décimas de segundo para comprobar que eran perfectas, como ya sabía, y un jersey de color fucsia con un escote amplio que dejaba sus hombros a la vista. La miré al tiempo de decirle un ¡buenos días! de lo más cariñoso. Me respondió con un susurro, separando apenas sus labios sensuales, y luego me dedicó una amplia sonrisa mientras me miraba. Piso doce. Sus ojos de gata acariciaron los míos, que se encogieron ante tanta belleza. Era el rito diario. Cuando apartó de mí su mirada, en el séptimo piso –aquel día la mantuvo más tiempo que de costumbre– yo deslicé mi vista por todo su cuerpo para grabar su imagen en mi mente. Piso sexto: me mira de nuevo, le sonrío con mi mejor sonrisa y ella abre la boca para decirme algo, pero se detiene. Me sonríe y su vista me recorre en un suspiro. Quinto piso: sus manos se acercan a mi cuello y mi corazón late como loco. Me arregla la corbata lentamente y mi corazón, decepcionado, se tranquiliza. Planta baja: ¡hasta mañana!, nos decimos. La dejo pasar.

domingo, 4 de mayo de 2008

47. Atardecer en mis playas de Cái

Un regalo para la vista y el alma. Algunas gaviotas y yo, solos, viendo cómo el sol se ponía allá por el horizonte en mis playas de Cái, ayer sábado. Hoy sin 400 palabras, bastan las fotos.