Bienvenido a este mi cuaderno de bitácora

Querido visitante: gracias por pasar por aquí y leerme.
Aquí encontrarás ligeros divertimentos y algunas confidencias personales, pocas.
A mí me sirve de entretenimiento y si a ti también te distrae, ¡estupendo!.
Si, además, dejas un comentario... ¡miel sobre hojuelas! Un abrazo,
Guarismo.

domingo, 27 de enero de 2008

27. La depresión (I), en 400 palabras (trece).

Cuento mi proceso depresivo por si a alguien le sirve. Ahora, superado ya, creo que es como romperse una pierna, con la diferencia de que la escayola no se ve...

La depresión (I)

Fue un proceso gradual, no me vino de golpe. Poco a poco, el mundo dejó de interesarme. Poco a poco, la familia me estorbaba. Poco a poco, los amigos me daban igual. Poco a poco, el trabajo se me hacía insoportable. Aunque debo decir, para ser preciso, que el ir al trabajo se me hacía insoportable, porque trabajar no trabajaba, no sabía hacerlo, no entendía nada. Se me hacía un mundo levantarme, comer, hablar, relacionarme. Todo lo que hacía, o intentaba hacer, suponía un esfuerzo inimaginable.

Yo era una persona con carácter, con brío, activo. Me entregaba a mi actividad, cualquiera que fuese. Quizás el trabajo, por mi asunción de la responsabilidad, era prominente en mi vida por aquellos tiempos. Le di prioridad por encima, incluso, de mi familia, a la que sacrifiqué durante años. Ponía entusiasmo en todo lo que hacía, me cansaban los aburridos, me aburrían los abúlicos, los indecisos, los pasivos. Trabajaba duro, organizaba, mandaba, escribía, solucionaba, amaba, peleaba, me divertía, me enfadaba, me reía...

Hasta que, poco a poco, me quedé sin recursos. Me faltaba el aire, hablar me suponía un esfuerzo ímprobo por la fuerte presión que sentía en el pecho, y todo dejó de apetecerme, todo dejó de interesarme, todo dejó de gustarme. Todo lo veía negro.

Oculté mi estado en casa –¡tremendo esfuerzo, tremendo error!– y me las ingenié para negar mi situación a mi mujer una y otra vez. Todas las mañanas me levantaba, como siempre, y me iba al trabajo. Creo que si un día no me hubiera levantado a mi hora, en la cama me habría quedado durante meses. Por la noche, con los niños ya dormidos y mi mujer acostada, mi sentido de la responsabilidad me hacía sentarme en mi buró e intentar hacer lo que no había hecho durante el día. En un par de horas conseguía escribir un par de líneas de una oferta, de un informe técnico, de un plan de ventas... Al día siguiente conseguía escribir dos líneas más, o una y media. Y sufría. Recuerdo que lo único que me apetecía era dormir o zapear en la TV, evadirme del mundo. No era capaz de organizar, de mandar, de escribir (dos líneas por día tras un esfuerzo brutal), de ayudar, de divertirme, de reírme. Había perdido mi capacidad de amar. Y la capacidad de enfadarme; ni siquiera estaba de mal humor.

(Continúa)

No hay comentarios: