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viernes, 30 de noviembre de 2007

12. Ella, él y la calita, en 400 palabras (tres y cuatro).

Hoy tocan dos, relacionados; cada uno de ellos de cuatrocientas palabras, exactamente.

Ella y la calita

Ella se levantó algo tarde, como siempre, ¡qué bien se estaba en la cama a primera hora de la mañana, en ese duermevela delicioso! Se cubrió con la camisa blanca y calentó el café. Fumó el pitillo de rigor, pasó por el cuarto de baño para maquillarse ligeramente y ocultar en lo posible su cara de sueño y se fue a la playa.

La playa... seleccionó ese día la cala de La Gaviota, su favorita. Se quedó observando desde el acantilado la belleza de la playita, vacía, con la arena aún virgen, pues nadie la había pisado desde que bajó la marea, que aún no había comenzado a subir. El viento, Poniente suave, arrastraba hasta su olfato el olor a mar y hacía llegar a sus oídos el rumor de las olas que rompían una tras otra hasta lamer la arena, acariciándola. Miró la mar, infinita, y su sinfonía de colores: transparente el agua en la orilla, dejando ver la arena con sus mil formas distintas, blanco en las olas al romper, verde azulado claro en el valle entre cresta y cresta de las olas, verde oscuro más allá, azul a lo lejos y azul marino allá en el horizonte, donde la mar se pierde al juntarse con el firmamento, formando esa línea curva apenas perceptible. El sol, a su espalda, proyectaba la sombra de su cuerpo sobre la arena y la cabeza sobre las olas... se sentía pequeña ante la inmensa figura grisácea.

Bajó por la escalera esculpida en la roca del acantilado y se fue quitando la ropa al pisar la arena templada; el sol comenzaba a calentar ya. Observó la huella de las gaviotas sobre la franja de arena seca que la última marea no cubrió y miró hacia arriba buscando la belleza de su vuelo.


Avistó una gaviota solitaria, que se zambullía en la mar buscando su alimento y descubrió la luna llena, pálida, a punto de ponerse allá a lo lejos, por el Poniente, desde donde la suave brisa acariciaba su cuerpo desnudo. Contempló absorta su belleza, hasta que una bandada de aves zancudas le hizo desviar su mirada; iban en formación, a manera de uve gigante, y se iban turnando en su vértice, ¡cuánta entrega!, ¡cuánta labor de equipo! De vez en vez, una se rezagaba y parecía que otra dejaba la uve gigante para ayudarla a regresar, ¡cuánta generosidad...!


© 2007, el autor de este blog


Él, la calita, ella

Él se levantó temprano, como siempre, se puso el albornoz blanco y fue a la cocina. Hizo café mientras pelaba la naranja. Es su primer placer del día: la naranja fresca, recién cogida del árbol el día anterior, que comió con fruición. Terminó de desayunar, fumó el pitillo de rigor, pasó por el cuarto de baño y se fue andando a la playa.

Prefirió bordear el río, entre pinares, y disfrutar del frescor de la mañana, que el viento de Poniente traía desde la mar, antes de llegar a cala de La Gaviota, su favorita. Fue un largo paseo salpicado de flores salvajes de múltiples colores, deteniéndose a cada rato para oír el silencio, interrumpido sólo a veces por el piar de los pajarillos, el mugido de una vaca lejana o el cucú de la alondra picuda.


Cuando llegó, se quedó observando desde el acantilado la belleza de la playita, la inmensidad de la mar tan rica en colores dorados, verdosos, azules en todas sus tonalidades y allá a lo lejos la línea curva del horizonte...


Detectó pisadas bordeando la orilla y eso le molestó. Era más tarde que otros días y alguien se le había adelantado. Le pareció ver un trozo de toalla extendida sobre la arena entre las rocas más alejadas de la escalera de piedra, horadada en el acantilado.

Bajó, en silencio, se desnudó, y colocó su cosas sobre unas rocas situadas casi en el centro de la calita. Se aproximó a la orilla para comenzar a correr y entonces la vio.

Ella hacía sus estiramientos, de espaldas a él, y él no pudo evitar contemplarla: era una figura preciosa. Sus piernas, largas; la curva de sus caderas, perfectamente dibujada; su espalda, bonita, sobre la que caía alternativamente su melena rubia, según el movimiento de su cuerpo, de piel morena tostada por el sol...

Cuando ella se dio la vuelta, él comenzó a correr y no se atrevió a mirarla. Se imaginaba su cara angelical, sus hombros bien dibujados, sus senos deliciosamente esculpidos, su vientre ligeramente redondeado y sus piernas atractivas.

Ella se acercó a la orilla y comenzó su paseo a paso de marcha, mientras él corría. Se cruzaron sin decir palabra y él confirmó lo que imaginaba.

“Es guapo, tiene buen cuerpo, me gustan sus nalgas”, pensó ella.

–¿Corremos juntos? –preguntó él cuando se cruzaron.
–Iba a pedírtelo yo –respondió ella.

© 2007, el autor de este blog

1 comentario:

Ana Pedrero dijo...

Muy bonito. La primera parte puede ser cualquiera de mis mañanas en la Playa Victoria. Con la segunda, no he tenido el gusto.
Un abrazo. ;)